—¿Quieres que te suplique? —preguntó ella.
—Sí —contestó él admirado ante lo maravillosa que era Paula en la cama—. Desde luego que sí.
Pedro se quedó cinco días más, que estuvieron repletos de sexo. Se dedicó a dictar nuevos parámetros al programa de conducción automática del camión, para que no acabara cada cinco minutos en un banco de arena. Paula se pasaba el día trabajando en su proyecto paisajístico. Abandonó la idea de presentarle los dibujos por ordenador y prefirió explicarle lo que quería hacer en diversas zonas, mientras paseaban por ellas. Él dió el visto bueno a sus planes, se negó a que ella hiciera el duro trabajo que requerían y acordaron contratar una cuadrilla de trabajadores durante dos semanas para llevarlo a cabo. Discutieron sobre si ella debía quedarse o si la cuadrilla debía ocupar ambas cabañas. Paula no veía motivo alguno para marcharse y sí para quedarse y supervisar el trabajo. Pedro decía que debía ocupar la habitación de Rosa en su casa y hacer un viaje de ida y vuelta de cuatro horas todos los días. Sabía que se estaba comportando de forma absurda, mientras discutían sobre confianza en los demás, seguridad y estereotipos. Pero no estuvo tranquilo hasta que Paula agarró el móvil para llamar a Mariana, su antigua compañera de laboratorio, que tal vez estuviera buscando trabajo o conociera a alguien que lo buscara. Media hora después, había conseguido a dos trabajadoras, además de la hermana de Mariana, que era fontanera y tenía su propia excavadora. Pedro triplicó el coste del trabajo en el contrato que Paula le había presentado, lo firmó y dejaron de discutir para volver a hacer el amor. Pedro se habría quedado más tiempo, de no ser porque tenía varias citas médicas con distintos especialistas. Pidió a Paula que fuera a Brisbane el siguiente fin de semana para que viera el bebedero para pájaros que pensaba instalar, aunque ella ya lo había pedido.
—Lo único que quieres es volver a verme —bromeó ella, y él no se defendió. Era la pura verdad.
-MMM…
Pedro odiaba los «mmms» de Julio, el oftalmólogo. No se trataba de que no fuera un buen conversador, ya que el médico hablaba cuando quería. Y dado que Julio era el mejor oftalmólogo del país, confiaba en que supiera lo que decía, aunque a veces necesitara un diccionario para entenderlo. Si su vista hubiera mejorado, esas expresiones durante aquel examen le habrían confirmado que todo iba bien. Sin embargo, era innegable que la vista no le había mejorado y que los dolores de cabeza eran cada vez más frecuentes. Miró la luz brillante que el oftalmólogo le había indicado y la lámpara de hendidura le tomó fotografías de los ojos.
—Hemos terminado.
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