Pedro no esperaba compañía, así que cuando sonó el sistema de seguridad para anunciarle que alguien quería entrar, salió con calma del spa, agarró una toalla y se acercó a la pantalla de seguridad para ver quién era. Brenda y Federico, por fin, se habían ido esa mañana a su casa, tras varios días de estar con él y de asegurarse de que tenía todo lo necesario. Iba al médico todos los días y un fisioterapeuta lo visitaba dos veces a la semana. Julio, el oftalmólogo, lo había examinado en el hospital y en su casa, hacía dos días. Había recorrido la vivienda y le había hecho preguntas sobre el trabajo y su rutina diaria. Y después le había prescrito una serie de ayudas y aparatos para la vista. Le preguntó dónde estaba la bonita mujer que había conocido y él le respondió que trabajando. No quería que Paula fuera testigo de su debilidad y su miedo. Volvería a verla cuando estuviera bien, lo cual podría tardar mucho. Acabó de secarse y se inclinó sobre la pantalla para ver quién había en la puerta. Y allí estaba ella. Llevaba botas, pantalones cortos, una camiseta, una mochila al hombro, gafas de sol y el cabello recogido en una cola de caballo. Parecía sucia y cansada, pero fuerte y sana. Y él se enfrentó a un dilema, porque quería y no quería verla a la vez.
—Hola —dijo ella con alegría, cuando le abrió la puerta—. Te estabas bañando —añadió al fijarse en la toalla.
—Paula —dijo él en tono frío—. ¿A qué has venido?
—Me he dado cuenta de que nuestra relación, amistad o lo que sea, se basa en que aparezcas de repente y sin avisar. ¿Acaso no puedo hacer yo lo mismo?
Sin decir nada, Pedro se apartó para dejarla entrar. Si de verdad pensaba romper con ella, lo mejor no era hacerlo en la puerta, por si los oía alguien. Paula se dirigió a la cocina, dejó la mochila en un taburete y se volvió hacia él con los brazos cruzados. Lo observó de pies a cabeza.
—No pareces estar a las puertas de la muerte.
—No lo estoy.
—Bueno es saberlo. No has respondido a mis llamadas, ni siquiera a las de negocios.
Ni a las suyas ni a las de nadie.
—Según Brenda, estás sumido en un pozo de autocompasión y desesperación —dió una vuelta alrededor de él lentamente, como si estuviera contemplando una escultura—. Entenderás mi preocupación, aunque debo señalar que tu trasero sigue estando muy bien, al igual que el resto de tu cuerpo. Eso no quiere decir que sea una persona superficial a la que solo le atrae tu físico, pero te he visto en peores condiciones.
—Estoy bien.
—No me lo creo.
—¿Qué quieres que te diga?, ¿Qué no he recuperado la visión?
—Sí, empecemos por ahí.
A Pedro le brillaron los ojos de ira. Ella también estaba enfadada. Y si él no podía darse cuenta porque no la veía bien, se lo demostraría verbalmente.
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