Le había resultado muy difícil entregar las riendas de la empresa que había creado a otras personas, a pesar de que eran de fiar, visionarias y no necesitaban que estuviera al mando. Pedro las había elegido muy bien. Incluso Federico se había ofrecido a ayudarlo. Esa mañana, mientras se hacía el examen ocular, su hermano había presentado las previsiones cuatrimestrales al consejo de administración; Federico, cuyo conocimiento de los motores solares era, como mucho, escaso, pero que creía incondicionalmente en el calendario programado por Pedro para sacarlos al mercado. Su hermano se estaba dejando la piel para que la empresa familiar siguiera funcionando mientras él se recuperaba. El negocio prosperaba sin él, lo que no debería dolerle, ya que indicaba que los cimientos que había establecido eran tan sólidos que lo seguían siendo sin él. Sin embargo, cuanto más se prolongaba la recuperación, más inútil se sentía. Su seguridad en sí mismo y su puesto en la familia se basaban en su capacidad de resolver problemas; en su visión y su ética del trabajo; y en su inteligencia para haber creado una empresa valorada en millones de dólares por medio de sus contactos y del dinero que le había prestado la familia. No quería que lo apartaran como a un inútil. Quería estar seguro de su valía personal. Y, por primera vez desde los diecisiete años, cuando había desayunado con su hermano en la cafetería de una gasolinera, la ponía en duda. Incluso Paula había tomado las riendas de su empresa en ciernes. Cuando acabara de desarrollar el proyecto paisajístico, dedicaría unas semanas a comprobar que los jardines crecían como debían y después se marcharía. Su trabajo comenzaba a ser conocido gracias a las fotos que Brenda había publicado en redes sociales y revistas. Paula podía triunfar. Y eso hacía que la función de hada madrina de Pedro fuera prescindible. Además, su encanto como príncipe azul dejaba mucho que desear, porque ya no se movía con la desenvoltura de antes. Soportaba lo mejor que podía ser un príncipe herido, pero odiaba ser un príncipe permanentemente discapacitado. Se apoyó en la encimera de la cocina de la casa de Brisbane, mientras Federico se quitaba la chaqueta y se dirigía a la nevera, de la que sacó un zumo.
—El consejo de administración te apoya, al igual que los accionistas —dijo Federico. Pedro se limitó a asentir, porque ese último logro nada tenía que ver con él—. ¿Me escuchas?
—Claro que sí. Me parece bien.
Pero Federico no se tragó el falso entusiasmo de su hermano.
—Creí que te alegrarías.
—Así es. Oye, ¿Por qué no subimos a Kangaroo Point esta tarde? — el acantilado era un lugar de escalada en la ciudad, con excelentes vistas de la misma.
—¿Has vuelto a escalar?
—Sí —afirmó Pedro.
Iba a ser su primer intento, pero no hacía falta que Federico lo supiera.
—¿Puedes hacerlo? ¿Qué te ha dicho el oftalmólogo?
—Está muy contento con mis progresos. Todo va mejor.
—¿Y los dolores de cabeza? —preguntó Federico mirándolo fijamente.
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