Un instante después se encontró delante de él, mirando aquellos ojos verdes en los que una vez creyó poder zambullirse, preguntándose cómo era posible que se hubiera olvidado de lo atractivo que era. Bueno, no lo había olvidado. Simplemente lo había enterrado, avergonzada de una atracción que se había basado en unas mentiras tan atroces. Él asintió levemente y se hizo cargo de su maleta. El movimiento hizo que su colonia con aroma a maderas llenara su cabeza con los recuerdos de su noche de bodas. Eran recuerdos que había dejado enterrados junto a la atracción que sentía por él.
—¿Qué tal el vuelo? —le preguntó mientras salían—. ¿Muchas turbulencias?
—Algunas, pero podría haber sido peor.
—¿Traes abrigo? El tiempo es malísimo.
Ella negó con la cabeza, pero sin mirarlo. No se le había ocurrido consultar el pronóstico del tiempo. Pedro dejó la maleta y, con el café en una mano, le entregó una prenda negra que llevaba en el brazo.
—Ten. Póntelo.
Era una gabardina larga.
—No, gracias —contestó, porque todo en ella se había revelado ante la idea de ponerse algo que le perteneciera.
Él apretó los dientes y los labios, recogió la maleta y continuó andando sin preocuparse de si ella lo seguía. Apenas había puesto un pie fuera de la terminal cuando la empapó el aguacero que caía del cielo encapotado, y un golpe de viento la zarandeó hasta hacerla dar un traspiés. Solo un brazo que la rodeó por la cintura impidió que se cayera. Aquella vez no pudo rechazarlo. Pedro la empujaba hacia un enorme todoterreno, protegiéndola con su cuerpo de lo peor de la tormenta. La puerta se cerró, ahogando el rugir de los elementos y Pedro, el pelo pegado al cráneo y el carísimo traje empapado, golpeó con los nudillos el cristal que los separaba de la parte de delante para que el conductor arrancase. El coche estaba caliente, y no tardó en disipar el frío del aguacero que la había empapado.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a tu casa? —le preguntó, mirando por la ventanilla. Solo se veía gris.
—Con este tiempo y el tráfico, espero que no más de un par de horas. Podría haber usado el helicóptero, pero con la tormenta…
Siguieron unos minutos de silencio incómodo, hasta que Pedro lo rompió.
—¿Dónde has estado?
—En un convento.
Él soltó una carcajada seca.
—¿En serio? ¿Te has escondido en un convento?
—Necesitaba un sitio donde pensar y poner distancia de tus mentiras y del comportamiento de mi padre —respondió, y respiró hondo. Tenía que mantener la calma y la fuerza.
Pedro tardó un momento en responder.
—Te pido perdón por lo que te hice.
—¿Te refieres a casarte conmigo?
Asintió.
—Creía que habías tomado parte en el plan de tu padre contra el mío.
Reflexionó un instante.
—Tuvimos una niñera inglesa cuando éramos pequeñas, que nos enseñó que dos males no suman un bien. ¿Nadie te lo enseñó a tí?
Pedro se volvió a mirarla y quedó atrapado en su mirada oscura. No había dejado de oler su perfume desde que subieron al coche. Era el mismo que desprendía su piel la noche de bodas, y estaba desatando recuerdos que le habían perseguido en sueños desde su desaparición.