Colgó y Paula puso el auricular en su sitio. Después se fue a ver a Benjamín, que estaba sentado con una gasa en la cabeza y esperando a que le dieran los puntos.
—Quiero ver a Felipe —le dijo, con los ojos llenos de lágrimas.
—Y yo también. Vamos a preguntar a ver si lo podemos ver.
Se fue a buscar a la enfermera, para preguntarle si podrían ver a Felipe. Segundos más tarde, los llevaron a una habitación en la que restaba rodeado de médicos y enfermeras.
—¿Paula? —le dijo, con voz débil, mientras se echaba a llorar.
Le agarró de la mano y le dió un beso en la mejilla, justo debajo del moretón que tenía en el ojo.
—¿Es usted su madre? —preguntó el médico.
—No —respondió ella—. Soy su niñera.
Le hubiera encantado responder que era su madre...
Por una vez en su vida, Ringo no cometió ninguna travesura. Estaba esperando en la puerta pacientemente cuando Pedro y Paula llegaron con Benjamín. Pareció alegrarse de poder ver a su amigo de nuevo. Mientras él preparaba sus cosas para irse a pasar la noche al hospital, al lado de su hijo, Paula metió en la cama a Benjamín y le hizo algo de comer a Pedro. Minutos más tarde apareció en la cocina y se quedó mirando el plato.
—No me apetece comer...
—Pues tienes que comer algo —le puso el plato justo enfrente.
Durante unos segundos estuvo jugueteando con la comida. Incluso intentó meterse una cucharada, pero no pudo con ella. Se pasó las manos por la cara, dio un suspiro y la miró. Tenía una expresión de sufrimiento. Sintió pena por él.
—No quiero ni pensar que se le pueda producir una hemorragia cerebral —le dijo, con voz tranquila, pero con un ligero temblor—. ¿Y si...? —no terminó la frase. Respiró hondo—. ¿Y si muere?
Paula estiró una mano y se la puso encima de la de él.
—No va a morir —lo tranquilizó.
—Silvana murió.
Paula cerró los ojos. No podía soportar la angustia que se reflejó en sus palabras.
—Pero eso fue distinto —le recordó—. Fue algo inevitable.
—Ya lo sé, pero el niño puede morir por esto.
Paula le soltó la mano y se puso en pie. Se fue a la ventana y se quedó mirando el jardín.
—Lo sé. Lo siento. ¿Quieres que me vaya?
Pedro guardó silencio.
—No sé —dijo al fin—. No creo, pero no lo sé — pegó un puñetazo en la mesa y ella se sobresaltó—. ¿Qué diablos estaban haciendo en el bosque? ¿Por qué no estabas con ellos? ¿Para eso te pago?
Paula cerró los ojos.
—Ya lo sé —susurró.
No pudo decir nada más. No tenía disculpas. Pedro levantó el plato y lo tiró al fregadero, manchando de salsa la ventana. El tenedor salió volando y cayó en la cocina. Paula ni se movió. Él se dió la vuelta sin mirarla.
—Tengo que irme con él. Ya hablaré contigo cuando esté más calmado.
Recogió sus cosas y salió de la casa dando un portazo. A Paula se le arrasaron los ojos de lágrimas.