lunes, 25 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 65

Colgó y Paula puso el auricular en su sitio. Después se fue a ver a Benjamín, que estaba sentado con una gasa en la cabeza y esperando a que le dieran los puntos.


—Quiero ver a Felipe —le dijo, con los ojos llenos de lágrimas.


—Y yo también. Vamos a preguntar a ver si lo podemos ver.


Se fue a buscar a la enfermera, para preguntarle si podrían ver a Felipe. Segundos más tarde, los llevaron a una habitación en la que restaba rodeado de médicos y enfermeras.


—¿Paula? —le dijo, con voz débil, mientras se echaba a llorar.


Le agarró de la mano y le dió un beso en la mejilla, justo debajo del moretón que tenía en el ojo.


—¿Es usted su madre? —preguntó el médico.


—No —respondió ella—. Soy su niñera.


Le hubiera encantado responder que era su madre...




Por una vez en su vida, Ringo no cometió ninguna travesura. Estaba esperando en la puerta pacientemente cuando Pedro y Paula llegaron con Benjamín. Pareció alegrarse de poder ver a su amigo de nuevo. Mientras él preparaba sus cosas para irse a pasar la noche al hospital, al lado de su hijo, Paula metió en la cama a Benjamín y le hizo algo de comer a Pedro. Minutos más tarde apareció en la cocina y se quedó mirando el plato.


—No me apetece comer...


—Pues tienes que comer algo —le puso el plato justo enfrente. 


Durante unos segundos estuvo jugueteando con la comida. Incluso intentó meterse una cucharada, pero no pudo con ella. Se pasó las manos por la cara, dio un suspiro y la miró. Tenía una expresión de sufrimiento. Sintió pena por él.


—No quiero ni pensar que se le pueda producir una hemorragia cerebral —le dijo, con voz tranquila, pero con un ligero temblor—. ¿Y si...? —no terminó la frase. Respiró hondo—. ¿Y si muere?


Paula estiró una mano y se la puso encima de la de él.


—No va a morir —lo tranquilizó.


—Silvana murió.


Paula cerró los ojos. No podía soportar la angustia que se reflejó en sus palabras.


—Pero eso fue distinto —le recordó—. Fue algo inevitable.


—Ya lo sé, pero el niño puede morir por esto.


Paula le soltó la mano y se puso en pie. Se fue a la ventana y se quedó mirando el jardín.


—Lo sé. Lo siento. ¿Quieres que me vaya?


Pedro guardó silencio.


—No sé —dijo al fin—. No creo, pero no lo sé — pegó un puñetazo en la mesa y ella se sobresaltó—. ¿Qué diablos estaban haciendo en el bosque? ¿Por qué no estabas con ellos? ¿Para eso te pago?


Paula cerró los ojos.


—Ya lo sé —susurró. 


No pudo decir nada más. No tenía disculpas. Pedro levantó el plato y lo tiró al fregadero, manchando de salsa la ventana. El tenedor salió volando y cayó en la cocina. Paula ni se movió. Él se dió la vuelta sin mirarla.


—Tengo que irme con él. Ya hablaré contigo cuando esté más calmado.


Recogió sus cosas y salió de la casa dando un portazo. A Paula se le arrasaron los ojos de lágrimas.


La Niñera: Capítulo 64

Dejó la tela a un lado y se fue a la cocina. Se puso una chaqueta de punto y las zapatillas. Tenía la mano en el pomo de la puerta, cuando de pronto se abrió y apareció Benjamín, con la cara llena de sangre por un corte que se había hecho en la ceja. Se agarró a ella.


—Paula, ven enseguida. Felipe se ha caído de un árbol.


Sin soltarla en ningún momento, tiró de Paula. Ella le agarró de la mano y se fue con él al bosque que había más allá del jardín. Al final se habían salido con la suya. ¿Por qué no hacían caso de lo que se les decía? Cuando llegaron al sitio, Benjamín se puso de rodillas al lado de su hermano. Ella, con el corazón en un puño, se puso también a su lado y le agarró la mano, para ver si tenía pulso. Estaba inmóvil y blanco como una sábana. Tenía un golpe en la sien. Ringo estaba a su lado, lamiéndole la cara. Le acarició la cabeza.


—No te preocupes, Ringo, se pondrá bien —le dijo al perro. 


A continuación, después de decirle a Benjamín que se quedara con su hermano, se fue a la casa a llamar a una ambulancia. Le dijo que se pusiera en la puerta, a esperar la ambulancia. Minutos más tarde escuchó la sirena y al poco tiempo apareció. Nunca antes había experimentado una alegría tan grande al ver una ambulancia.


—¿Qué ha pasado? —preguntó el enfermero que iba en el vehículo.


—Que se ha caído del árbol encima de mí —les dijo Benjamín—. Estaba intentando cazar una ardilla.


—¿Y tú estabas debajo?


Benjamín asintió con la cabeza.


—Entonces, los tendremos que llevar a los dos.


Los metieron a los dos niños en la ambulancia. Paula, después de encerrar a Ringo en la cocina, agarró su bolso y se metió también en la ambulancia. Ya tendría tiempo para llamar a Pedro cuando llegara alhospital. Lo más importante era llevar allí a Felipe. Puso el brazo en los hombros de Benjamín y lo abrazó, prometiéndose en silencio regañarle en condiciones cuando todo hubiera pasado. Por el momento, se limitó a abrazarlo y rezar, aparte de pensar en lo que iba a decir a Pedro. Cuando llamó estaba en una reunión y su perro guardián no quería interrumpirle. Paula recordó que la última vez que quiso hablar con él había dicho que los niños estaban en el hospital. Momentos más tarde se puso al teléfono.


—Está bien, Paula, tienes treinta segundos. ¿Qué ocurre esta vez? ¿Otro chollo de antigüedad? ¿O es que Ringo se ha comido las escaleras?


Paula tragó saliva.


—Pedro, lo siento —susurró—. Es que lo niños están de verdad en el hospital. A Felipe lo están atendiendo y a Benjamín le han dado puntos. Felipe está bien, creo, pero está inconsciente...


—¡Inconsciente!


Paula asintió. En ese momento, se dió cuenta de que no la veía.


—Sí —logró decir—. Pero creo que ya ha despertado...


—¿Dónde estás? —le preguntó, con un tono de voz incisivo.


Paula supo que estaría allí en pocos segundos.


—En el hospital.


—Voy para allá.


La Niñera: Capítulo 63

 —Casi me he gastado de lo que había presupuestado para el estudio —le dijo.


—¿Es una buena inversión?


Paula se echó a reír.


—Eso espero, porque de lo contrario tendré que trabajar para tí sin sueldo.


—No creo que sea necesario. Si a tí te gusta, seguro que mí también. Ya te lo dije.


Aquella confianza, ¿Sería infundada? Confiaba que no. Metió la mesa en la furgoneta y se la llevó a casa. ¿Le gustaría a Pedro? La señora Cripps la ayudó a descargarla.


—Tiene asas de metal —comentó—. Supongo que tendré que limpiarlas.


—Muy de vez en cuando —le aseguró Paula.


—Me alegro, porque con un perro tan tonto por aquí, a una no le da tiempo de hacer casi nada. No sé para qué tienes a un perro tan tonto. Es un inútil.


Paula no le quiso contestar. Ringo no parecía estar causando una impresión muy positiva. No sabía ni siquiera para qué le había traído su cama, porque todas las noches se subía a la habitación de Benjamín y dormía con él. Habían formado una pareja inseparable. Ringo se podía quedar parada esperando en la puerta del colegio, cuando Paula los dejaba allí todas las mañanas. Sólo la lograba sacar de allí si se le ofrecía comida. Pero en el momento que los niños volvían, no se separaba un minuto de ellos. En aquel momento estaba en la puerta, esperando, mientras ella colocaba la mesa entre las ventanas. Ajustaba a la perfección, combinando perfectamente con el color de las paredes y de las cortinas. Las había cambiado ya y había puesto unas con motivos florales, al estilo de las casas de campo. Tan sólo le quedaba colocar las cortinas de la ventana de la izquierda. Nada más poner la mesa y detenerse a admirarla, se subió a la escalera y las colgó, cosiendo a mano el bajo. Estaba acabando de marcar la distancia con los alfileres, cuando se tuvo que ir a recoger a los niños. Cuando los llevó a casa les dió un vaso de leche, un trozo de pastel y los mandó al jardín con Ringo.


—¿Nos podemos ir al bosque? —preguntó Felipe.


Paula negó con la cabeza.


—Se quedan en el jardín, por favor. Y vigilen a Ringo. No quiero que se escape.


Después volvió al estudio, se sentó y continuó con el trabajo de las cortinas. No era mucho trabajo y, con un poco de suerte, las terminaría antes de que volviera Pedro. Y no iba a volver temprano. Tenía otra reunión. Miró por la ventana y vió a los niños correr, con Ringo a sus talones. Sonrió y siguió con la costura, pensando de forma inevitable en James. Lo cerca que habían estado durante el mes de febrero, pareció desvanecerse en el aire. Estaban en abril, pronto los niños comenzarían las vacaciones y la relación no había avanzado mucho. O por lo menos, ella no lo había notado. Todavía se daba cuenta de que Pedro la observaba a veces con gesto pensativo. Sabía más o menos lo que se le estaba pasando por la cabeza, pero nunca daba ningún paso. Se pinchó en el dedo y se lo metió en la boca. Sería mejor ir a ver lo que estaban haciendo los niños. No quería manchar las cortinas con sangre. De eso ya se encargaría Ringo, sin que nadie la ayudara.

La Niñera: Capítulo 62

Indirectamente estaba insinuando que debería llevarlo al veterinario. Abrió la botella de vino, le sirvió un vaso y se lo ofreció.


—Lo intentamos una vez, pero organizó tal caos en la consulta que desistimos. Aunque sólo tenía cinco meses.


Pedro miró al perro con una mezcla de exasperación y afecto.


—Es un perro cariñoso —comentó. 


Paula casi se cae de la silla. Ringo, como si hubiera intuido algo de cariño, alzó la cabeza y se la puso en la rodilla.


—Anda, venga —dijo Pedro, dirigiéndose al perro, mientras le acariciaba las orejas—, no te apoyes en mí. Dios mío. Podría haber sido peor. Las toallas siempre se pueden lavar en la lavadora. Hablando del efecto que produce Ringo en mi ropa, ¿Han devuelto mi traje de la tintorería?


Paula se mordió los labios, para no reírse, antes de responder:


—Sí. Los han traído esta mañana.


—A lo mejor lo próximo que compre tiene que ser una cadena de tintorerías —comentó Pedro.


Paula no quiso pensar en lo que se le iba a ocurrir hacer a Ringo la siguiente vez, pero la idea de comprar una cadena de tintorerías no era mala...




El tiempo se estaba suavizando. Por el día lucía un sol primaveral, aunque por las noches todavía hacía frío. Paula le pidió a su madre la camioneta, para poderse llevar a Ringo durante el día y dar largas caminatas. También era un vehículo muy útil para transportar lo que comprara en las subastas y en las tiendas de segunda mano. Un día, Pedro le dijo que llevara el Mercedes a un concesionario y que lo cambiara por una furgoneta.


—Tienes que tener buenas herramientas para hacer tu trabajo —comentó él—. Además, son una buena inversión. Lo único es que es más difícil de estacionar.


Paula, que era muy mala estacionando, intentó controlar su indignación. En sus viajes, le ponía a Ringo unas mantas, para que no estropeara la tapicería. Durante un tiempo, se dedicó a salir de compras para decorar el estudio, ocuparse de Ringo y los niños y desear que Pedro pasara algo más de tiempo a solas con ella. Pero, cuando no estaba en Birminigham comprando alguna nueva empresa, estaba en Nueva York o en Tokio en una convención, o en la oficina, en reuniones hasta altas horas de la madrugada. La promesa de aquel beso que se dieron en casa de sus padres parecía que se estaba perdiendo en el olvido. Era perfecto. Retrocedió unos pasos y miró el mueble. Decidió que no podía ser mejor. Un Davenport, antiguo y con manchas de tinta, pero soportando su edad muy bien. Era el mueble perfecto para poner entre las ventanas del estudio. Hizo un gesto con la cabeza al subastador. Tragó saliva. ¿De verdad había permitido Pedro pagar aquella suma de dinero por aquel mueble? Aunque la verdad, era muy difícil encontrar algo parecido, tan auténtico. Decidió llamarlo para comentárselo.

La Niñera: Capítulo 61

 —¡Paula!


—¿Qué pasará ahora? —murmuró, tirando el paño de cocina que tenía en la mano y dirigiéndose a las escaleras. 


La habitación de Pedro estaba abierta y también la del cuarto de baño que había al lado. Los gritos procedían de allí. Entró, sin pensar y se encontró a Pedro sentado en un extremo de la bañera, completamente desnudo, y Ringo chapoteando en el agua. Paula se quedó de piedra, sin saber si mirar el cuerpo de Pedro, que no tenía ningún vello en el pecho, o sacar a Ringo de la bañera. En ese momento, el perro se fue hacia él, quien se puso de pie y salió de la bañera. Ringo los siguió, se detuvo en medio de la habitación y se sacudió, justo en el momento que llegaban Benjamín y Felipe. Los niños fueron a esconderse detrás de Paula y Pedro intentó echar de allí a Ringo con la toalla. Aquello fue demasiado. Se apoyó en la pared y empezó a reírse a carcajadas, deslizándose hacia abajo, hasta quedar sentada en el suelo. Había que haber visto la cara que puso él, pero estaba segura de que veía el lado divertido de la escena.


—¡Estoy harto de animales en las bañeras! —gritó, poniéndose la toalla en torno a la cintura—. ¡Primero el pingüino, ahora este perro!


Paula logró al fin calmar su risa, agarró a Ringo y se lo llevó al piso de abajo. Cuando llegaron abajo, el perro volvió a sacudirse. Estuvo a punto de enviarlo a que se sacudiera de nuevo en el prístino estudio. Pero se lo pensó mejor. Lo llevó a la cocina y lo secó, mientras le restregaba las orejas y trataba de hacerle entender un poco. Pero el perro sonrió, sacó la lengua y segundos más tarde se fue a saludar a Pedro. Llevaba la toalla alrededor de la cintura, con las piernas todavía mojadas. Se quedó donde estaba, una posición excelente para admirar sus musculosas y bien formadas piernas. Sin embargo, decidió que era mejor ofrecerle algo de beber y pedirle disculpas. Se levantó con mucha decisión y lo miró a los djos.


—Lo siento. Tenía que habértelo dicho. Nosotros aprendimos desde pequeños a echar la llave en el cuarto de baño, porque a Ringo le encanta darse baños y le da igual si hay alguien dentro o no.


Pedro esbozó una sonrisa y se dió la vuelta, tratando de mantener una cierta distancia.


—Ya me he dado cuenta —contestó—. Supongo que nunca habrás pensado en llevarlo a algún sitio a que lo enseñen.

viernes, 22 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 60

 —¿Quién fijó la reunión? —preguntó Paula.


—Gabriela. Ella es la que se encarga de eso.


—Muy interesante —murmuró Paula entre dientes y empezó a remover la salsa con tanta violencia que se manchó el jersey. 


Los ojos se le arrasaron de lágrimas. Con una servilleta se empezó a limpiar el jersey. Pedro le quitó la servilleta de las manos y le limpió la barbilla, que también se la había manchado.


—No te enfades conmigo, Paula —le suplicó él— . Intento estar aquí todo lo que puedo.


—Pero no es mucho —le respondió, sintiendo un escalofrío por la espalda, mientras le limpiaba la cara.


—Intentaré terminar la reunión lo antes posible. Te lo prometo —le dijo, y lo dijo en tono sincero.


Paula frunció el ceño y esbozó una sonrisa.


—No frunzas el ceño, que te van a salir arrugas — murmuró él, acercándose a ella y dándole un beso en los labios—. Tienes salsa —le dijo y después, sin mediar más explicaciones, acercó la cabeza otra vez y la besó.


Paula se olvidó de la salsa y de la reunión, e incluso se le pasó el enfado. Se olvidó de todo, a excepción de sus labios, de la suavidad de su lengua, de la calidez de su boca, de sus manos en su cuerpo. Podría haberse olvidado hasta de su nombre, si no fuera porque Pedro lo pronunciaba a cada momento. El sonido del teléfono los apartó como dos autómatas. Ella sabía que los ojos le brillaban y que tenía los labios hinchados. Observó a Pedro levantar el auricular y responder. Dió un suspiro y se metió la mano en el bolsillo.


—Muy bien, Gabriela. Veré si puedo encontrarlo. Por cierto, mañana me gustaría terminar pronto. ¿Por qué? Pues para estar con los niños. Ya lo sé, pero lo de la nieve no fue culpa mía. Ya sé que no debía haber estado allí, pero estaba. No exageré la situación —le dijo, con paciencia.


Paula estuvo escuchando la conversación, sin quererlo. Si hubiera sido ella, le habría dicho a aquella mujer lo que tenía que hacer y sin tantos miramientos. A punto estuvo de arrebatarle el teléfono y decírselo, pero se contuvo. Estaba segura de que aquella mujer tenía segundas intenciones. Seguro que podría haber puesto la reunión en cualquier otro momento. Incluso podrían haber discutido todos los detalles por teléfono o por fax. Apretó los dientes, se armó de paciencia y empezó a remover los espagueti lentamente. No quería que Pedro le limpiara la cara más. O por lo menos, no hasta que terminara de hablar por teléfono. Cuando colgó, siguió dándole la espalda, sin saber cómo reaccionar después de aquel beso. La verdad era que había sido un poco inocente. Se alegró de que se tuviera que ir aquella noche, porque así podría irse a la cama con un buen libro y olvidarse de los besos tan excitantes que le daba el señor Pedro Alfonso...

La Niñera: Capítulo 59

 —¡Paula!


A Paula le dió un vuelco el corazón. Conocía aquel tono de voz. Después de haber pasado tres días Ringo en casa, ya se había acostumbrado a los gritos que daba Pedro cuando descubría alguna trastada que había hecho el perro. El día anterior, había entrado en el estudio, había volcado la papelera y se había comido los papeles. Luego, había aparecido dormido en la cama de Pedro. Ella se preguntó qué habría hecho en aquella ocasión. No tuvo que esperar mucho tiempo. Él apareció bajando las escaleras, con un par de zapatos en la mano. Le enseñó uno y Paula no tuvo más remedio que mirarlo. Le había destrozado los zapatos que había comprado para lucir en las fiestas. Cerró los ojos y los abrió de nuevo. Pero la visión no cambió.


—Lo siento, pensé que había cerrado la puerta.


—Pues es evidente que no, a menos que la pueda abrir.


—Puede abrir las que tienen picaporte, pero no las que tienen pomo.


—Es un alivio oír eso —comentó él, en tono irónico—. ¿No crees que podríamos guardarlo en un sitio determinado, sin dejarlo que esté por toda la casa? Así a lo mejor vuelvo y me puedo encontrar la casa lo mismo que estaba.


—Lo siento. De verdad que lo siento. De ahora en adelante, te prometo que lo vigilaré. Está acostumbrado a hacer lo que quiere. Necesita mano dura.


Pedro murmuró algo sobre que no era el único y se fue escaleras arriba, con el par de zapatos mordido. Paula volvió a la cocina y se sentó en el suelo, junto al perro, que estaba durmiendo, con una expresión de inocencia en su rostro.


—Al parecer eres una molestia —le dijo, muy seria.


El perro abrió un ojo y movió la cola. Paula resistió la tentación de darle un abrazo. Se levantó y se fue a mover la salsa que estaba haciendo. Pedro asomó la cabeza.


—Eso huele muy bien, es una pena que no me pueda quedar.


Paula se dió la vuelta y lo miró.


—¿No?


—No. Lo siento. Tengo otra reunión con los de Birmingham, que empieza esta noche y continua mañana. Se acaba de comprar esa empresa y estamos viendo cómo aumentar los beneficios. Se están produciendo tantos cambios en el sector informático hoy día, que la oficina móvil es la respuesta a estos tiempos.


—Es una pena que con la tuya no puedas hacer lo mismo, y trabajes aquí en casa.


Pedro suspiró y se pasó una mano por el cuello.


—Escucha, ya sé que tendría que haberte dicho algo, para que no me hubieras preparado la cena...


—No es por eso —le interrumpió Paula—. Es por los niños. Es viernes, Pedro. Han estado hablando de lo que ibas a hacer con ellos el fin de semana, y soy yo la que tendrá que decirles otra vez que no vas a estar aquí el fin de semana.


Pedro soltó el aire poco a poco y Paula se sintió culpable por someterle a semejante presión. Debería decirle que daba igual, que estaba segura de que estaba haciendo lo mejor para los niños. ¿No podrían haber puesto la reunión entre semana?


La Niñera: Capítulo 58

 — ¡Bájate ahora mismo de ahí! —gritó Paula y el perro dejó caer las patas, manchando la parte frontal de la camisa y los pantalones de Pedro. 


Otro traje que tendría que enviar al tinte. Se apoyó en la puerta y miró a Paula.


—¿Ringo? —preguntó, en tono suave.


—Mmm


Puso cara de alivio.


—Qué descanso. Por un momento pensé que habías traído un perro guardián.


Los niños se removieron en sus sillas y Paula tragó saliva. Pedro los miró a todos. Ella se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa.


—Bueno, más o menos eso es lo que he hecho.


—Explícate.


—Pues que pensé que podría servir precisamente para eso. Luego hablamos de que a los niños les vendría muy bien tener un animal de compañía y pensé que no te iba a importar.


—¿Un animal de compañía? —repitió él—. Yo había pensado en un hámster, o un pez, o algo así.


Miró a Ringo, que estaba sentado y con la lengua fuera. Le pasó una mano por la cabeza y le acarició las orejas, para quitarle tensión al momento. Se apartó de la puerta y se fue hacia la mesa. Al lado de la estufa habían puesto una caseta para que durmiera. Dios mío. Parecía que alguien le había echado otro problema encima y lo cierto era que estaba muy cansado. Se sentó en una silla y se miró el reloj. Después miró a los niños.


—¿No creen que es hora de ir a la cama?


—Paula nos dijo que nos podíamos quedar hasta que vinieras.


Miró a Paula.


—¿Estás utilizando como arma a los niños?


Paula se sonrojó. Pedro se dió cuenta de que le había dolido.


—La verdad es que se iban a ir ahora mismo a la cama — respondió, mirando a los niños y desafiándolos a que le respondieran lo contrario. De pronto, se levantaron y se fueron a la cama.


—A la señora Cripps no le va a gustar —le dijo, después de un silencio.


Paula no dijo nada, y Pedro tuvo la sensación de que a ella le importaba poco que a la señora Cripps le gustara el perro o no. De hecho, desde que estaba con ellos, la casa estaba mucho más limpia, por lo que era posible que ella estuviera haciendo más que la señora Cripps. Además, parecía que se llevaba muy bien con los niños. Se preguntó si sería capaz de arreglar los estropicios que hiciera Ringo. Miró el suelo de la cocina, cubierto de huellas de perro y después al que las había hecho, que estaba tumbado a los pies de Paula, cansado después de haber generado semejante caos. ¿Se iba a quedar con ellos? A ella parecía que le gustaba la idea, y los niños estaban encantados. Suspiró hondo. ¿Cuántos desastres podría provocar un perro?

La Niñera: Capítulo 57

A la mañana siguiente temprano, Gonzalo e  Iván limpiaron el trozo de camino que llegaba hasta el pueblo. Una vez estuvo limpio, Pedro pudo salir de allí. Todo iba a resultar un poco raro sin él, pero de alguna manera, a Paula no le dió pena el que se fuese, porque las noches eran de una tensión increíble y pensar que tendría que pasar otra noche con él tan cerca, era como para subirse por las paredes. Los niños, sin embargo, no tenían ninguna prisa por volver al colegio, incluso se quejaron cuando ella insistió en que tendrían que volver.


—¿No nos podemos quedar otra noche? —le preguntó Felipe.


—¿Para que nos nieve y nos quedemos atrapados otra vez? —replicó Paula.


—¿Podría ocurrir? —preguntó Benjamín.


—No. Vamos, daremos de comer una última vez a Copito y nos marchamos. Si nos damos prisa, todavía pueden llegar y jugar un rato.


—Podemos quedarnos a jugar aquí —propuso Felipe—. Además, Copito nos va a echar de menos.


—Ringo es el que más nos echará de menos —le dijo Benjamín, mientras acariciaba las orejas del perro. 


Paula sintió pena. Ringo había sido toda la vida su perro y era como si lo abandonara. De pronto se le ocurrió que se lo podría llevar a casa de Pedro. Tragó saliva. ¿Se pondría él furioso? Le gustaba el perro, aunque para admitirlo tendrían que torturarle. Y al perro le gustaba Pedro. Se fue a la cocina y mientras los niños ayudaban a Gonzalo con el tractor, lo consultó con su madre.


—Yo creo que puede ser muy positivo para los niños — respondió Alejandra.


—¿Y no crees que también para Pedro?


—Incluso para Pedro. Yo creo que es una idea excelente. ¿Por qué no te lo llevas hoy contigo?


—¿No lo vas a echar de menos?


—Claro que sí. Pero lo mismo te va a ocurrir a tí. Además, nunca ha servido para ir de caza. Los Bridgers nos van a regalar un labrador.


El perro las miró, con la lengua fuera, con una expresión en su cara como si las estuviera entendiendo. Paula se echó a reír.


—Está bien, vas a venir con nosotros. Pero tendrás que portarte bien.


Paula llevó a los niños al colegio y después volvió a la granja para llevarse el perro. Lo metió en la parte de atrás y se volvieron otra vez a Norwich. ¿Se pondría Pedro furioso? ¿Debería habérselo consultado antes? El problema era que no se atrevía a interrumpirlo otra vez. Además, siempre había la posibilidad de devolverlo a la granja de nuevo.


Pedro se quedó de pie en el vestíbulo. Oyó unos ladridos, procedentes de la parte de atrás de la casa y por el suelo de mármol estaba manchado. En la puerta del salón había una manta que había visto mejores épocas.


—No es posible que haya un perro —murmuró para sí mismo.


Con el corazón en un puño se fue hacia la cocina. Gran error. De pronto, el perro levantó las patas y se las puso encima de su camisa limpia.


La Niñera: Capítulo 56

La nieve era algo maravilloso. El viento la había apilado y había cubierto completamente la carretera. Era imposible salir de allí. Paula se sintió más aliviada al comprobar que no tendría que sobornar a Gonzalo para que no limpiara la carretera de la nieve que había. La suerte estaba con ella. El viento había amainado y el sol parecía que quería salir. Aquel iba a ser un día mágico, el cual estaba dispuesta a disfrutar. Pedro y los niños pasarían un día juntos maravilloso.  Por la tarde, todos se juntarían en torno al fuego y, con la ayuda de su familia, estarían en un ambiente muy relajado. Fue muy difícil convencer a los niños para que entraran a desayunar. Pero nada más tomarse el desayuno se abrigaron bien y se fueron a ver a Copito. Alejandra ya le había dado el biberón a las cinco de la mañana, y dentro de poco habría que darle el siguiente.


—¿Por qué no hacemos un muñeco de nieve primero? — sugirió Paula, llevándoselos al jardín, que era el sitio que estaba más plano. 


Empezaron a hacer grandes bolas de nieve, que colocaron una encima de otra. Después, con unas piedras hicieron los ojos y con un palo, la nariz. Paula se fue a por un sombrero viejo y una bufanda y se los puso al muñeco.


—Magnífico. Ojalá me hubiera traído una cámara —comentó Pedro. 


Paula se fue a por la cámara que tenía allí y su madre los sacó fotos a todos juntos. «Una foto para enseñar a los nietos», pensó, con cierta tristeza. Se preguntó si alguna vez iba a tenerlos, o si estaría soñando. Llegó el momento de alimentar a Copito. Cuando terminaron, comieron chocolate y pastel que había hecho la madre de Paula. En las noticias dijeron que casi todas las carreteras de Norflok estaban cortadas.


—Ni siquiera hubieras podido ir a trabajar desde casa — comentó Paula.


Pedro ya había llamado a la oficina y le habían dicho que había faltado mucha gente. Después se sintió un poco más relajado, tomándose el día con más entusiasmo. Dejó de mirarse el reloj, de consultar el teléfono del coche y se dejó llevar por la atmósfera festiva. Paula se preguntó cuánto tiempo habría pasado sin tener vacaciones. Seguro que esa era la primera vez en años. Y lo malo era que, probablemente, ni siquiera fuera consciente de lo eso suponía de cara a sí mismo y a los suyos. Se alegró de haber ido a la oficina a por él. Aparte de que le gustara estar a su lado, también estaba el placer de verlo con los niños. Sólo aquello merecía la pena, a pesar de la frustración y desasosiego que le producían sus besos...

miércoles, 20 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 55

 —Buenas noches, Pedro —se despidió y cerró la puerta.


Oyó sus pasos dirigirse a la puerta que conectaba las dos habitaciones. La abrió y allí estaba.


—¿Es que no me vas a dar un beso de buenas noches?


No pudo negarse. No quería negarse. Se echó en sus brazos, le puso las manos en el cuello y empezó a acariciarle su irresistible cabellera. Su boca sabía a cacao. Paula no quería que el beso diera paso a otras cosas, pero juntos como estaban, con la ropa que llevaban como único obstáculo, la pasión empezó a dominarlos. Con una mano, Pedro le agarró la cabeza y empezó a besarla de tal forma que pensó que se iba a derretir. Ella levantó la vista y se quedó atónita al ver el deseo reflejado en la mirada de él.


—Te quiero...


¿Había sido ella la que había dijo esas palabras? ¿Había sido él? ¿O simplemente se las había imaginado?


—Buenas noches, Mary Poppins, soñaré contigo —murmuró él. 


A continuación, retrocedió unos pasos y cerró la puerta. Debía haber perdido la cabeza. Habría estado más seguro en su trabajo, alejado de aquella sirena de voz suave, cuerpo exuberante y boca generosa. Golpeó la almohada con la cabeza e intentó no pensar en ello. La deseaba. Estaba a escasos metros de donde él estaba, al otro lado de la puerta. Pero debía permanecer cerrada. Él lo sabía y Paula también. Se preguntó si ella no se daría cuenta también de que cuando estuvieran en su casa, la historia iba a ser diferente. No habría puertas, ni nada que los separara. Cuando los niños se fueran a la cama, nada iba a impedir que hicieran lo que quisieran. ¿Iba a poder resistir la tentación? No sabía. Pero en aquel momento recordó la promesa que le había hecho a la madre de ella. Le había prometido que no iba a tener una aventura con su hija. ¿Estaba dispuesto a darle más? ¿Quería darle más? ¿Lo admitiría ella? Eso era una cuestión diferente, una cuestión que lo llenaba de dudas e incertidumbres. Lo mejor sería mantener las puertas bien cerradas. No sabía si estaba preparado para las repercusiones que podría tener el abrir la puerta en aquel momento..

La Niñera: Capítulo 54

Aquello era una bendición, en comparación. Aparte de otras cosas, se podía apoyar en Pedro. Cuando Copito terminó de mamar, se acurrucó al lado de su pierna. Paula levantó la cabeza y miró a Pedro.


—¿Qué tal? —le preguntó.


—¿Ya ha terminado?


—Sí.


—Muy bien —a continuación le puso la mano en la barbilla y le dió un beso muy suave en los labios.


De pronto, sintió fuego en las venas. Se echó en sus brazos y se dejó llevar por la magia de sus besos. Le agarró del cuello y le metió los dedos en el pelo, masajeándole los suaves rizos, probando su textura. Se preguntó si tendría vello en el pecho y, si lo tenía, cómo sería. Pero tenía demasiada ropa, además de que tampoco era conveniente llegar más lejos. Como si le hubiera leído la mente, Pedro levantó la cabeza y le dió un beso en la frente.


—Deberíamos volver a la casa —le murmuró, con voz ronca.


—Mmm —sin embargo, ella siguió acariciándole su pelo sedoso. 


Al cabo de un rato se levantó. De pronto sintió como si le faltara algo en los dedos. Dando un suspiro, puso al corderillo bajo la lámpara, le puso un poco de paja alrededor y se levantó, sacudiéndose el abrigo. Después dió un silbido a Ringo y lo metió en su caseta. Cuando llegaron a la cocina, después de haber luchado contra los elementos, se quitaron las botas, colgaron los abrigos y Paula le dijo:


—Divertido ¿Eh? Seguro que ni te habías imaginado que ibas a hacer esto cuando saliste esta mañana del trabajo.


—Pues no —le contestó—. Y tienes razón, es divertido, especialmente algunas partes.


Paula se sonrojó, al recordar el beso que le había dado. Se dió la vuelta y levantó la tetera.


—¿Te apetece una taza de té o café, antes de ir a la cama?


—¿Cacao?


—Claro —puso leche a calentar y echó el cacao en las tazas, con un poco de azúcar. Cuando la leche estuvo caliente, la echó y la removió hasta que se hizo crema arriba.


—¿Con crema?


—Hay que hacer las cosas bien.


Paula se dejó caer en la silla, puso los pies en otra y suspiró. Iba a tener que sobornar a Gonzalo para que no sacara el tractor al día siguiente. Estar sentada como estaba con Pedro se estaba convirtiendo en algo adictivo.


—Cuéntame algo de la granja —le dijo Pedro. 


Paula le contó las hectáreas que poseían y lo que plantaban en ellas, haciendo un recuento del ganado. Al cabo de un rato, no pudo reprimir los bostezos. Estaba agotada, y a pesar de que lo único que le apetecía era quedarse con Pedro toda la noche, sabía que era una estupidez prolongar aquello. Los gemelos se levantarían temprano y había que atenderlos. Además de que sus padres no podían dormirse hasta que la casa no estaba en silencio. Acompañó a Pedro a su habitación y estuvo a punto de darle un beso, pero se lo pensó mejor. Porque era posible que si empezaba no pudiera parar, y sus padres seguro que los estaban oyendo.

La Niñera: Capítulo 53

 —Tenemos que ir a dar de comer a Copito —le dijo, con un tono de voz muy alterado.


No esperó a ver si él la seguía, pero chascó los dedos para que Ringo la acompañase.


—Toma —le dijo a Pedro, tirándole el impermeable y las botas de su padre—. Ponte esto si vas a venir.


—¿Dónde conseguís la leche? —le preguntó él colocándose a su lado, cuando ella salió fuera.


—Tengo que ordeñar uno de los carneros —le gritó.


El viento soplaba con tanta fuerza que lanzaba la nieve contra sus rostros. Paula agachó la cabeza y se echó a correr. Ringo la siguió y después Pedro. Entraron al granero y ella se quitó la nieve de los hombros y del pelo. Él se sacudió la nieve del abrigo.


—Está seca —dijo.


Paula asintió.


—Con este viento, será difícil que mañana podamos irnos —lo miró a los ojos—. ¿Será eso un problema?


Pedro se encogió de hombros.


—No tiene por qué. ¿Tienen un fax o un módem?


—Nosotros somos pobres, Pedro. ¿Qué te has pensado?


Sonrió y ella se sintió un poco culpable por engañarle. Porque la verdad es que tenían una habitación donde había bastantes ordenadores, porque desde hacía años ya estaban utilizando Internet. El problema era, que si se lo decía, se iba a pasar el día hablando con la oficina, en vez de divertirse con los niños y con ella. Tenía derecho a hacer una escapada. Le vendría bien. Gabriela se podría ocupar de todo.


—Gabriela se puede encargar de todo —le dijo, para animarlo—. Toma, sujeta esto —le dio un cubo, se recogió el pelo y le quitó otra vez el cubo y se puso a ordeñar a uno de los carneros. Llenó la botella de Copito de leche y le puso una tetilla de goma—. ¿Vienes conmigo? —le dijo, dejándole sitio en la paja.


Él estuvo dudando unos segundos. A continuación se sentó a su lado. Después, saltó la valla y se sentó en un montón de paja a su lado. No había demasiado espacio, por lo que tenían que estar uno pegado al otro. Pedro se sintió tenso durante unos segundos. Le puso la mano en el hombro y le dió un apretón. Paula sintió una sensación desconcertante por dentro, sensación que dejó a un lado, para concentrarse en el corderillo. El animal tenía hambre. Le puso la tetilla en la boca de Copito.


—¿Qué tal ahora? —le preguntó Paula.


—A mí me parece que está muy bien —le dijo Pedro, detrás de ella.


Dando un suspiro, Paula se apoyó en él, dejando la cabeza sobre su hombro y cerrando los ojos. Copito estaba chupando del biberón, haciendo unos ruidos increíbles. Paula miró a su alrededor y pensó que un granero no era un mal sitio para nacer. Todo el mundo sentía pena por María y José, pero podría haber sido peor. Los animales conferían un ambiente terrenal, muy distinto al que se respira en los hospitales modernos. Ella había hecho las prácticas en un hospital y era un sitio que odiaba.

La Niñera: Capítulo 52

Paula se preguntó cuánto costaría sobornar a Gonzalo para que tardara más tiempo en limpiarla, y así poder pasar con Pedro y los niños un día entero en la nieve. Cuando llegó al final de las escaleras, sacó un par de sábanas limpias y entró con Pedro en la habitación de los niños. Hicieron las camas y se fueron a la habitación que había al lado de la de ella. Las dos se comunicaban por una puerta. Él se fijó en ella.


—¿Estaré seguro? —murmuró él, con una sonrisa en los labios.


Paula lo miró y el corazón le dió un vuelco.


—¿Seguro? —le respondió—. Yo creo que sí, si no te dan miedo las arañas.


Los dos se rieron. Mientras hacían la cama, sus manos se tocaron. Aquello produjo una reacción en ella increíble. Tan sólo tenía que estar en la misma habitación, para que las hormonas se volvieran locas. Cuando terminaron, bajaron con los demás. Gonzalo y los niños estaban frente a la chimenea, Ringo Bridie, que estaba con la lengua sacada y tumbado. Paula se miró el reloj y les dijo a los niños que era hora de ir a la cama.


—¡Todavía no! —suplicó Felipe—. Tenemos que ir a dar de comer al corderito.


—Sí, pobre Copito, tendrá hambre y estará pasando frío.


—No creo que tenga hambre hasta dentro de bastantes horas. Ni tampoco creo que vaya a pasar frío debajo de la lámpara. Vamos a la cama.


Los niños se fueron a su habitación. Cuando Paula terminó de ayudarles a meterse en la cama, bajó y se sentó en el sofá, mirando de reojo a Pedro y a su padre. Sus hermanos se fueron a dormir, y al poco tiempo sus padres, dejándola a ella sola con él y el perro, con instrucciones de dar de comer al corderito antes de irse a dormir y sacar al perro fuera.


—¿Les molestaremos si no nos vamos a dormir ahora? — preguntó Pedro.


Ella movió en sentido negativo la cabeza.


—No, si no hacemos ruido. ¿Por qué?


—Porque me apetece quedarme aquí contigo, junto al fuego y...


—¿Y?


Pedro se encogió de hombros.


—Sólo estar sentado.


Paula sonrió.


—¡Qué bucólico!


Pedro se echó a reír. Se levantó y se sentó en el sillón que había frente a ella. Le agarró los pies, que ella tenía apoyados en un escabel y se los empezó a frotar.


—Tienes los pies helados —le dijo.


—Yo siempre tengo los pies helados.


—Deberías ponerte zapatos.


—Odio los zapatos.


Pedro movió la cabeza y se inclinó hacia delante y le empezó a echar aire caliente en los dedos. Su mirada era tan caliente como su aliento y ella sintió que el corazón latía a más velocidad, hasta el punto de tener que pensar cuánto tenía que inhalar y expirar el aire.


—Pedro... —empezó a decir. 


Él levantó la cabeza, clavando sus ojos en sus pechos, para mirarla después a los ojos, para ver la necesidad reflejada en ellos. Paula puso los pies en el suelo y se levantó.

La Niñera: Capítulo 51

 —Este viento está calando mis huesos. El pronóstico del tiempo dice que va a nevar más.


—¿Otra vez? —preguntó Paula—. Pensé que ya no iba a nevar más este año.


—Eso parecía. Vamos a calentarnos en el fuego y a cenar.


—¿Podemos ir a dar de comer al corderito un poco más tarde? —preguntó Benjamín.


—Mucho más tarde —respondió Alejandra—. Primero tendrán que comer ustedes. Paula, llama a tus hermanos, están en el granero.


Todos acudieron a cenar. Se sentaron en torno a la mesa y probaron el guiso que había hecho Alejandra. Paula vió a Pedro comerse aquella comida tan simple y pensó en lo distinto que estaba, si se le sacaba de sus cuarteles generales. La cocina de los Chaves, nada tenía que ver con su despacho, pero parecía sentirse más a gusto allí. Tan a gusto, que aceptó tomarse una segunda y hasta una tercera taza de café después de la cena. Se quedaron en la cocina, jugando a las cartas, hasta que a las nueve de la noche, el padre de Poppy se puso en pie y se fue a ver a los animales. Veinte minutos más tarde estaba de vuelta, quitándose la nieve de las botas y cerrando la puerta tras él.


—No creo que podáis salir de aquí esta noche —les dijo, con tono grave—. Está nevando mucho y hay ventisca.


—¿Qué? —Pedro se levantó y se fue hacia la puerta, la abrió y miró fuera. Un minuto más tarde, la cerró y miró a Paula, con ojos de sorpresa.


—No se ve ni el granero. Todo está cubierto de nieve.


—Será mejor que se queden esta noche, Paula. Los niños pueden dormir en la habitación de invitados —dijo Alejandra—. Y Pedro puede dormir en la habitación que hay al lado de la tuya. La cama no es muy grande, pero sí muy cómoda. Y soporta una tormenta.


—No quisiera que se tomara tantas molestias... —empezó a decir Pedro, pero Alejandra lo interrumpió, haciendo un gesto con la mano.


—No puedo dejar que se vayan con este tiempo. Paula, ayúdame a poner las sábanas.


Pedro le puso una mano en el hombro de Alejandra y le dijo:


—Ya las ponemos Paula y yo. Tú descansa.


Alejandra lo miró con cara de sorpresa.


—¿Seguro?


—Sé hacer camas.


— Ya sé que sabes hacer camas, pero has estado trabajando todo el día...


—¿Y tú no?


Sonrió.


—Está bien, hagan la cama tú y Paula. Ya sabes dónde están las sábanas, cariño.


Paula asintió y empezó a subir las escaleras. ¿Cómo se tomaría Pedro aquello? Había echado un vistazo por la ventana y había visto que de la manera que estaba nevando, por la mañana no habría forma de irse de allí. Toda la carretera estaba cubierta de nieve. No podrían marcharse hasta que Gonzalo sacara el tractor y la limpiara.

lunes, 18 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 50

Pedro sonrió a su secretaria, la tranquilizó y le dijo que se fuera a su sitio. Después miró a Paula.


—¿Qué han hecho ahora?


Paula sonrió.


—Nada. Tranquilo. Es que en mi casa ha nacido un corderito que ha perdido a su madre. Y he venido para ver si me dejas que me lleve a los niños para que lo alimenten. Los llevaré a casa después de cenar.


Pedro se pasó una mano por el pelo y le sonrió.


—Alimentar corderitos huérfanos suena un tanto bucólico.


—Sí.


—¿Puedo ir yo también? —le preguntó.


Paula se quedó con la boca abierta.


—Claro, por supuesto. Pero esta gente...


—Ya casi hemos terminado —se dió la vuelta hacia sus compañeros, que los estaban observando—. Lo siento señores, pero me tengo que ir. Gabriela, ¿Podrías por favor encargarte tú de los detalles finales? Dos niños y un cordero huérfano reclaman mi atención.


Gabriela se quedó boquiabierta, pero logró recuperar su compostura con una facilidad encomiable.


—Claro. Los niños son lo primero.


—Me alegra oírles decir eso. Gabriela podrá responder a cualquier pregunta que le planteen. Les ruego me perdonen.


Se produjo un ligero murmullo. Paula sonrió, cuando pasó al lado de la secretaria pelirroja, que estaba sentada en su mesa, esperando que en cualquier momento cayera el hacha sobre su cabeza.


—Cuida del fuerte, Adriana —le dijo, guiñándole un ojo—. Me voy a alimentar a un corderito. Hasta mañana.


Paula casi se atraganta de la risa.


—Creo que estaba pensando que la ibas a despedir —le dijo a Pedro en el ascensor.


—¿Adriana? No. La ascenderé y le diré que tenga iniciativa. Siempre funciona.


—¿Viste la cara que puso? No entiende que puedas irte a hacer una cosa así.


—¿Quieres que te diga una cosa, Paula? Ni yo tampoco. Pero me siento bien.


Al oír su risa, cálida y melodiosa, a Paula le dió un vuelco el corazón.



A los niños les encantó el corderillo. Alejandra tuvo que quitárselo porque la tripita del pequeño animal estaba a punto de estallar.


—Tiene que dormir —les dijo y lo dejó debajo de una lámpara, en la esquina del granero, cerca de otros corderillos con sus madres. 


El animal baló con tono quejumbroso. Los niños se quedaron mirándolo.


—¿No nos lo podemos llevar dentro? —le preguntaron.


—No, tiene que acostumbrase al frío. No le va a pasar nada.


Mientras se dirigían a la casa, Alejandra se levantó el cuello del abrigo y se estremeció.

La Niñera: Capítulo 49

 —¿Me enseña su identificación? —le solicitó el guarda de la puerta.


Cerró la boca y tragó saliva.


—He venido a ver al señor Alfonso. Soy la niñera de sus hijos, Paula Chaves. Pero espere, tengo mi permiso de conducir y ése es su coche.


El hombre miró el permiso de conducir y el coche.


—Espere un momento, por favor —le dijo, y se metió en su caseta para consultar algo. Después asomó la cabeza, con una sonrisa en su rostro.


—Muy bien, señorita Chaves, puede entrar. Póngase esta tarjeta, por favor.


Y eso fue todo. Había logrado pasar y siguiendo las indicaciones, estacionó el coche en el lugar destinado a los visitantes. Se dirigió a la recepción y preguntó por Pedro.


—¿Tiene una cita con él?


—No, soy la niñera de sus hijos, y le tengo que preguntar una cosa.


La chica sonrió.


—Es usted muy valiente —le dijo—. Porque son un terror. Tome el ascensor hasta el tercer piso y después gire a la derecha. El despacho del señor Alfonso está al final.


Paula se marchó, pensando de dónde habría sacado aquella mujer la idea de que los niños eran un terror. ¿Se lo habría comentado Gabriela, quizá? Encontró su camino bloqueado por otra secretaria, en esta ocasión una pelirroja muy bien vestida. Se sintió fuera de sitio con sus pantalones vaqueros y sus botas. No obstante, aquella mujer estaba un poco ridicula con su minifalda negra y sus zapatos de tacón alto.


—Está en una reunión —le dijo.


—Siempre está reunido —comentó Paula—. ¿Podría decirle que asome la cabeza un momento, para poder hacerle una pregunta?


—Lo siento, pero no le puedo interrumpir.


—Por favor. Es importante


—Está bien, ¿Qué le digo?


—Dígale que quiero llevarme a los niños esta tarde a casa de mis padres, para que alimenten a un corderito.


La chica abrió los ojos de forma desmesurada.


—¿Un cordero? ¿Quiere que interrumpa al señor Alfonso para preguntarle eso?


— Sí, por favor.


—No puedo...


—Entonces, lo haré yo —le respondió Poppy. 


Cruzó el vestíbulo, abrió la puerta y entró, no haciendo ni caso de las protestas de la pelirroja. Pedro estaba hablando en esos momentos, pero nada más ver a Paula se disculpó y se fue a su lado, al tiempo que llegaba también la secretaria.


—Señor Alfonso, lo siento, pero...


—Paula, ¿Qué diablos...?


—Lo siento, Pedro. Tenía que verte y nadie quería interrumpirte un momento.

La Niñera: Capítulo 48

Días más tarde, y como una continuación de la política de distanciamiento, Pedro le dijo a Paula que debería tomarse algún día de descanso. Ella se sintió un poco rechazada, cuando le dijo que, desde ese momento en adelante, tendría libres los domingos y los lunes.


—Si no salgo los domingos por la noche, puedes irte a casa. Yo llevaría a los niños los lunes al colegio y haré que alguien los recoja a la salida. He encontrado a una mujer que está dispuesta, por no mucho dinero —le dijo a Paula—. Así que no tendrás que volver hasta el martes por la mañana.


Y eso fue todo. Tendría unos fines de semana un tanto raros. Debería haberse sentido encantada.


El primer fin de semana fue el que vino después de que los niños terminaran el segundo trimestre. El domingo por la tarde, Paula empezó a preparar las cosas para irse a casa. Estaba deseando tomarse un merecido descanso. Pero se dió cuenta de que los echaba mucho de menos. Su familia, aunque eran desprendidos y cariñosos, no podían llenar el vacío que dejaba en su corazón Pedro y los niños. Pasó un fin de semana bastante decaída. El lunes por la mañana fue a la cocina y encontró a su madre, con un corderito recién nacido.


—¿Qué ha pasado? —preguntó, mientras colocaba la tetera en la cocina y se ponía un delantal para tomar en brazos al corderillo. De los corderos siempre se encargaba ella.


—Los dos primeros murieron. Tu padre logró salvar a éste, pero la madre ha muerto.


—¿Y no hay otra cordera que lo amamante?


Alejandra sonrió.


—Es posible. Pero he pensado que, por ahora, sería mejor que nos encargáramos nosotros de él. ¿Crees que a los niños les puede apetecer verlo?


Paula se puso muy contenta al oír aquella sugerencia, pero contestó:


—Seguro que les encantaría, pero ya va a ir alguien a buscarlos después del colegio.


—Pues ve a buscarlos tú. Podrían cenar aquí. Les encantará. Esos niños no están muy acostumbrados a ver animales.


—Está bien, pero tendré que preguntarle a Pedro primero.


Llamó a casa, confiando en encontrarlo allí, pero ya se había marchado y respondió el contestador automático. Lo llamó a la oficina, pero estaba en una reunión, y no quiso asustarle, como la última vez, cuando le había dicho a la secretaria que los niños estaban en el hospital. Tendría que ir a la oficina ella, en persona. Sabía más o menos dónde estaba, aunque nunca había ido allí. Iría a la oficina con tiempo para después poder recoger a los niños a la salida del colegio, siempre y cuando él diera su consentimiento. Por qué no lo iba a dar. Le dió un beso a su madre, y se fue a Norwich, en el Mercedes de Pedro. Se estaba acostumbrando a presumir de coche allá donde iba. Porque hasta ese momento, siempre había ido en utilitarios. Suspiró. Se estaba acostumbrando al lujo. Encontró la oficina sin gran dificultad. La única dificultad que tuvo fue la de recuperar el habla, después de ver el impresionante edificio en el que estaban las oficinas de la empresa de Pedro. Se dió cuenta de que su jefe era una persona muy poderosa.

La Niñera: Capítulo 47

Le estaba dando un masaje en los músculos del cuello y de los hombros, liberándola de la tensión acumulada en los mismos. Echó la cabeza para atrás y la apoyó en su abdomen, que irradiaba calidez. Él le puso las manos en las mejillas, se agachó y le dio un beso en los labios. Ella gimió y dió la vuelta a la silla. Él la estrechó entre sus brazos y siguió besándola. Su boca cada vez se hacía más exigente y su lengua buscaba la de ella, haciéndola perder el control. Apretó su cuerpo contra el de él y sintió que lo recorría un escalofrío. Estaba excitado, su miembro duro y caliente. En esos momentos, se acordó de que los niños estaban en la casa y todavía despiertos y ellos no deberían estar haciendo lo que estaban haciendo.


—Maldita sea —se quejó él. Levantó la cabeza y la abrazó con fuerza y la empezó a mecer—. Maldita sea, maldita sea.


—Antes de hacer una promesa, hay que pensárselo dos veces —se burló ella, con lo poco que le quedaba de sentido del humor.


—No, pero la hice. Y la voy a cumplir. Si me concedes unos segundos, te diré por qué —se apartó un poco y se quedó al lado de la ventana, mirando a la oscuridad del jardín—. Te quiero, Paual —le dijo—. No creo que pueda seguir fiel a la promesa que le hice a tu madre.


—¿Y por qué te preocupa? —le preguntó ella.


—¿Por qué? —se dió la vuelta y la miró a los ojos—. Porque yo no soy lo que tú necesitas. Porque no te quiero utilizar. Te mereces a alguien mejor que yo.


—Te estás haciendo a tí mismo poca justicia —le respondió ella—. Ya soy mayor, Pedro. Quizá sería mejor que me dejaras a mí decidir sobre nosotros.


—Es que no hay un «Nosotros». Ese es el problema. Mi vida ya es un lío. No se puede mezclar el placer con el trabajo. Te necesito para que cuides de los niños, como le dije a tu madre. No puedo dejar que mis necesidades, o las tuyas, interfieran.


—¿Es que las dos cosas son excluyentes? —le preguntó.


Pedro se encogió de hombros.


—No sé. Lo único que sé es que los niños ya han sufrido bastantes traumas en sus vidas. Eres alguien que significa mucho para ellos. No puedo poner en peligro esa relación por una diversión temporal. Y no puedo permitírtelo a tí tampoco. Lo siento, Paula. Nunca sabrás de verdad, cuánto lo siento.


A continuación, se dio la vuelta y salió de la cocina, dejándola sola con sus emociones. 

La Niñera: Capítulo 46

 —Es que yo no soy así. Y a tí no te considero ninguna sirvienta. Quizá fuera mejor si lo hiciera.


—Gabriela lo es.


—Es cierto. Helen lo es. Ella piensa que tendría que tener un sirviente y un ama de llaves, además de un chófer. Pero yo le digo una y otra vez que no es necesario. Pero sigue pensando que no proyecto la imagen que debo. Pero yo no soy así, Paula. Quiero que mi hogar sea un hogar. Por eso odio ese estudio. ¿Cuándo vas a empezar con él?


—¿De verdad hablas en serio?


—Claro. ¿Cuánto necesitas?


—No lo sé. Los muebles y las alfombras es lo más caro.


—¿Diez mil? ¿Quince?


Paula se echó a reír.


—¿Tanto te cobran normalmente?


—Lo intentan. ¿Por qué?


—Porque yo estaba pensando en la décima parte de esa cifra. En las cortinas sólo hay que ponerles un poco de color por los bordes. Y los cojines saldrán muy baratos, porque los voy a hacer yo. Lo que sí tienes que elegir es la moqueta...


—Pero si me fío de tí.


Paula parpadeó.


—¿De verdad? Es que es lo más caro.


—Estoy seguro de que no me vas a engañar. Llamaré a una de las tiendas de por aquí, para que traigan muestras y me pondré en contacto también con una tienda de subastas. Y pondré a tu disposición una cuenta corriente, para que puedas realizar los pagos. Si es una buena tienda, lo mismo tienen alfombras antiguas que pueden servir. ¿Qué tal?


Aquello le parecía estupendo. Era como si estuviera jugando a las casitas. Mientras Pedro les hacía a los niños unos sandwiches y se los llevaba a la habitación, para quedarse más tranquilo, Paula se quedó en la cocina, bebiéndose otro vaso de vino y preguntándose en qué lío se estaba metiendo. Cenas acogedoras y un presupuesto ilimitado para decorar una habitación. ¿Sobreviviría a ello? Le había prometido que no ocurriría nada entre ellos. Pero eso no impedía que ella se enamorase de él. Lo mismo que estar a dieta no impedía que te apeteciesen los bombones, como tampoco un millón de promesas los impediría sucumbir a la atracción. Suspiró y apoyó la cabeza en sus brazos. Condenado Pedro Alfonso por ser tan atractivo y encantador y normal. Condenadas hormonas que hacían desearlo. No le oyó volver, pero en un momento determinado fue consciente de su presencia. El corazón le empezó a latir con fuerza. Pedro le puso las manos en los hombros y le dió un masaje en sus tensos músculos.


—Estás cansada —murmuró—. Deberías irte a la cama.


Ella apoyó la espalda en la silla y continuó con la cabeza hacia abajo.


—No pares —murmuró—. Es delicioso.

viernes, 15 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 45

El cuidador asintió, levantó la caja con el pingüino y se marchó. Pedro miró a los niños.


—Bueno, a la cama.


—Pero todavía no hemos cenado.


Benjamín tiró de la manga a Felipe.


—Vamos, será mejor no cenar.


Paula miró a Pedro y él movió en sentido negativo la cabeza. Sentía pena por ellos. Pero la verdad era que habían cometido una travesura. Una noche sin cenar les serviría para reflexionar.


—A lavarse los dientes y a la cama. Yo subiré en unos minutos —les dijo Paula. 


Los vió cruzar el vestíbulo y subir las escaleras. Después miró a Pedro.


—Lo siento.


Pedro la miró con cara de sorpresa.


—¿Lo sientes? ¿Por qué?


—Fue idea mía.


—Paula, son mis hijos. Están bajo mi responsabilidad. El gobierno dice que tienen que ir al colegio. Si se portan mal en el colegio, ¿Quiere decir eso que es culpa del ministro de educación?


Paula se echó a reír.


—Es posible que no. Vamos, la cena está ya lista y yo tengo mucha hambre.


Pedro la siguió hasta la cocina.


—Y creo que los niños también. ¿Crees que he sido muy duro con ellos enviándolos sin cenar a la cama?


—¿Duro? —Paula sonrió—. Creo que no. Creo que estarán pensando que no han salido muy mal parados. Déjalos que se lo piensen un rato. Luego les subes un sandwich, si te sientes muy culpable.


—¿Culpable? ¿Por qué me voy a sentir culpable? ¡Robaron el pingüino! —retiró una silla y se sentó en ella, apoyando los codos en la mesa y dejando su cabeza sobre los puños—. Ésta va a ser la visita más cara al zoo que conozco.


—Mmm —Paula le sirvió en un plato el pollo guisado y se lo puso en la mesa—. No creo que lo del dinero sea un problema.


—¿Insinúas si me lo puedo permitir? Creo que sí.


Paula se sirvió a sí misma, puso dos vasos en la mesa y sirvió el vino.


—Salud.


Pedro sonrió y respondió:


—Salud.


A continuación dejó el vaso en la mesa, se armó de cuchillo y tenedor y se preparó para devorar la comida. Paula lo observó limpiar literalmente el plato.


—Al parecer a tí no te ha estropeado.


Pedro levantó la cabeza.


—¿Perdón?


—El dinero. Que el dinero no te ha estropeado. Que estamos aquí en la cocina comiendo un pollo, cuando podías permitirte estar rodeado de una legión de sirvientes.


Pedro se echó a reír.

La Niñera: Capítulo 44

 —No. Son sus hijos, y tiene derecho a imponeros disciplina. Han sido unos irresponsables y tendrán que sufrir las consecuencias. Y por desgracia, también el pingüino. Es posible que por lo que han hecho se ponga enfermo y muera. Piensen en ello, mientras esperan a que venga el hombre del zoo.


Paula se fue hacia la puerta y de pronto se dió la vuelta.


—¿Por casualidad no han traído otro animal?


Los niños negaron con la cabeza.


—Me alegro —se fue a la cocina, preguntándose si no habría sido muy dura con ellos. 


Tenían que aprender que James podía ser justo y razonable cuando estaba enfadado, como en aquellos momentos lo estaba. Confiaba en que él justificase su fe en él y no les despedazara. En cuanto al hombre del zoo, fue muy directo con los niños. Aparte del lío en el que le habían metido, les explicó que estaba lo del robo, el poner en peligro una especie animal, causándola un sufrimiento innecesario, traumatizando a un pequeño animal y exponiéndolo al riesgo de contraer una enfermedad mortal. Cuando terminó, los dos niños estaban llorando y juraron no hacer otra estupidez parecida nunca más.


—Les tendré que prohibir la entrada al zoo de por vida — continuó diciéndoles—. Aunque tengo una idea mejor. En vez de denunciaros a la policía, creo que le voy a pedir a su padre una donación vitalicia al zoo. Por ejemplo, para adoptar a este pingüino.


Paula vió que Pedro apretaba la mandíbula.


—¿Cuánto es eso? —preguntó.


—Cincuenta libras al año de por vida.


—¿Y cuánto viven?


El hombre sonrió, al ver la cara que puso Pedro.


—Unos treinta años.


—¡Eso son mil quinientas libras! —exclamó Paula, sorprendida. 


Los niños abrieron los ojos de forma desmesurada, pero Pedro no dijo nada, tan sólo sacó su libreta de cheques y extendió uno por doscientas libras, manteniéndose en silencio.


—Tome —dijo, entregándole al hombre el cheque—. Siento mucho todas las molestias. Espero que al pingüino no le pase nada.


—Y yo también. Gracias por el donativo.


Los niños lo acompañaron a la puerta y, cuando se marchaba, Felipe le dijo:


—¿Podemos ir a verlo en otra ocasión, si prometemos ser buenos?


El cuidador del zoo los miró y cedió un poco.


—Sólo si van de la mano de sus padres.


—Los llevaré esposados a mis manos, si es que cometo la tontería de volverlos a llevar —respondió Pedro.

La Niñera: Capítulo 43

A los pocos segundos, Pedro apareció por la puerta, con el teléfono en la mano.


—Parece que está bien —estaba diciendo. Tenía la cara roja de vergüenza—. Sí, claro, me doy cuenta. Pagaré todos los gastos. Sí, claro. No se preocupe que lo cuidaremos y no dejaremos que se escape. Está en el cuarto de baño y la ventana está cerrada. ¿Agua fría? No sé.


Paula asintió con la cabeza y Pedro les dió la información por teléfono. Después colgó.


—Vaya —comentó James, frotándose la oreja—. No se han puesto nada contentos. Al parecer, los bebés de pingüino pueden contraer aspergillosis, especialmente en situaciones de tensión.


—Pobrecillo.


—¿Y de comida? —le preguntó ella.


—Nada. Ya vienen para acá. Si pudiera, mataría a los niños —lo dijo con tono amable, pero a Paula no la engañaba. 


Estaba muy enfadado, porque esa vez se habían pasado. Habían puesto en peligro la vida del pingüino y había sido por su culpa. ¿Para qué habría propuesto ella una visita al zoo?


—¿Por qué no le dices al hombre del zoo que venga a recogerlo que hable con ellos? — sugirió ella.


Pedro se echó a reír.


—Buena idea. No me importaría que se los llevara y los metiera en una jaula.


Paula sonrió.


—¿Por qué crees que lo habrán hecho?


—A lo mejor es que quieren una mascota.


—¿Una mascota? ¿Estás loca?


—Pedro, muchos niños tienen mascotas. ¿No tuviste una tú de pequeño?


Se encogió de hombros.


—Había un gato muy mayor. Tenía también un hámster. El gato se lo comió.


Paula reprimió la sonrisa. Pedro la miró con cara de pocos amigos.


—No tiene gracia. El hombre del zoo estaba enfadadísimo.


—Me lo creo. Pero no te preocupes, al pingüino no le pasa nada.


—Eso no se puede saber. Al parecer, tienen que pasar tres semanas para ver si ha contraído aspergillosis.


—Oh.


—Sí. Pobrecillo.


—Ya sabía yo que llevaban algo en el coche.


—Deberíamos habérnoslo imaginado cuando insistieron en volver tan pronto. Te aseguro que no me marcharé nunca de otro sitio sin registrarlos. ¿Estás segura de que no tienen por casualidad una tarántula o una culebra escondida?


Paula se echó a reír.


—Creo que estamos seguros en ese aspecto. El pingüino fue más que suficiente para ellos. Te propongo una cosa, ¿Por qué no te quedas cuidando de este pequeño mientras yo voy a hacerles la cena y esperamos al hombre del zoo?


Encontró a los niños en el salón, muy calladitos.


—Lo que han hecho ha sido una tontería, ¿No creen? 


Benjamín se echó a llorar.


—Papá nos va a matar —se quejó.


—Lo dudo —replicó Paula—. Aunque la verdad, esta vez se lo merecen.


—Por favor, Paula, habla con él —suplicaron.


Ella movió en sentido negativo la cabeza.

La Niñera: Capítulo 42

 —¿Nos vamos a casa? —propusieron.


Les dijeron que no se encontraban muy bien. De hecho, Felipe se quejaba del estómago. En el coche, los niños fueron muy callados, pero nada más llegar a su casa, salieron corriendo del coche con renovados bríos.


—Ya me siento mejor. Me voy a dar un baño —dijo Felipe.


—Y yo también —y subió las escaleras tras él.


—¿Qué pasa con sus abrigos? —les dijo Paula, pero ya habían desaparecido—. Qué extraño —murmuró y se fue a la cocina.


 Pedro se estaba quitando la chaqueta y la estaba colgando en la percha.


—¿Qué tal están? —le preguntó.


—Bien. No entiendo nada.


Pedro se encogió de hombros.


—Son sólo niños. Quién sabe cómo funcionan sus mentes. Hace tiempo que desistí de entenderlos. ¿Te apetece un té? Los pies me están matando y estoy al borde de la neumonía. Me habría ido mejor si me hubiera quedado trabajando.


—Confiesa que te ha encantado —le dijo Paula y Pedro se echó a reír.


—Sí, gracias por recordármelo.


—De nada —Paula puso la tetera, hizo un té y le dió una taza a Pedro. 


Desde donde estaban, oían el ruido de los grifos de la bañera en el piso de arriba y algunas risas.


—Parece que están contentos —comentó Pedro, estirando las piernas y apoyándolas en una banqueta.


—El único problema es que tendré que limpiarlo todo después —le recordó ella—. Creo que será mejor que suba y les diga que no revuelvan mucho.


—Tómate el té primero —le dijo Pedro—. Va a dar igual.


Paula lo vió relajado, con un aspecto magnífico. Se podría quedar todo el día allí observándolo, con su pelo rizado enmarcando su cara, las pobladas cejas, encima de unos ojos color verde oro maravilloso, la forma de su nariz, los labios carnosos, que ya había probado, la forma de su mandíbula, la textura de sus manos... De pronto se oyó un grito arriba. Paula dejó el té en la mesa y subió a ver qué pasaba. Pedro la siguió. Entraron en el baño y se quedaron de piedra. Los niños los miraron con gesto de culpabilidad. Estaban sentados en el suelo del cuarto de baño, totalmente vestidos, y en la bañera, en medio metro de agua, estaba un bebé de pingüino sudafricano.


—Dios mío —exclamó Pedro. Se apoyó en la puerta y observó al animal horrorizado—. ¿Qué diablos es eso?


—Un bebé de pingüino —le respondió Felipe.


—Eso ya lo sé —replicó Pedro con calma—. Muy bien niños, salgan de aquí. Vayan a cambiarse y me esperan en el salón. Paula cuida de eso —le dijo.


—¿Qué vas a hacer? —le preguntó, cuando los niños se fueron.


—Lo primero llamar al zoo y después retorcerles a esos dos el cuello.


Salió del cuarto de baño. Paula se quedó observando al animal. Parecía muy contento. Metió una mano en el agua y se sintió más aliviada al comprobar que estaba fría. Se preguntó si no tendría que darle algo de comer. Pero no sabía qué. ¿Una lata de sardinas? Mejor sería esperar a ver qué decían los del zoo.

La Niñera: Capítulo 41

 —Le prometí a tu madre que te cuidaría, que estarías segura conmigo.


—¿Y por eso no podemos hablar? —le preguntó Paula, asombrada. 


Pedro suspiró.


—No, por supuesto que no. Lo que pasa es que no me fío de mí mismo cuando estoy cerca de tí. Eres una chica encantadora, Paula. Tendría que estar muerto, para no notar nada en tu presencia.


Ella se sonrojó.


—¿Es por eso?


—Sí. No puedo mirarte a la cara sin sentir vergüenza —le dijo, con tono candido.


—Pues no pareces muy recatado.


Pedro juró entre dientes y la miró a los ojos.


—Está bien, los dos somos conscientes de lo que sentimos, pero no puede haber nada entre nosotros, Paula. Quiero que tengas eso en cuenta. Yo no puedo prometerte nada.


Paula se echó a reír.


—¿Te he pedido yo algo, Pedro? A mí no se me ocurriría nunca comprometerme contigo. Podría terminar el resto de mi vida separándoos a los niños y a tí. Me parece mejor seguir con la idea de mi granjero.


Confió en que se lo hubiera creído. Porque no se podía engañar a sí misma. Porque la imagen de bucólico granjero estaba a años luz y había sido suplantada por la del hombre que estaba en aquel momento con ella en la cocina. Se metió las manos en los bolsillos, para no correr a darle un abrazo. Se apoyo en el fregadero.


—Se te va a enfriar el filete.


Parpadeó y pareció recomponerse un poco. Apretó los labios, como si fuera a responderle algo. Encontró la mostaza en el armario y la dejó sola. Paula se pasó las manos por el pelo. La verdad, sería una locura tener una aventura con él. Sería mejor quitárselo de la cabeza.


—¡Papá mira! ¡Podemos comprar comida para los animales!


Pedro se buscó unas monedas en los bolsillos y se las dió a los niños.


—¿A mí no me das? —le dijo Paula en broma.


Felipe y Benjamín volvieron de inmediato la cabeza.


—¡Eso, cómprale también a ella!


Paula sonrió y movió en sentido negativo la cabeza.


—Compartiré la de ustedes.


Los niños se echaron a correr, parándose de vez en cuando para ver algunos animales. Pedro y Paula los seguían. Iban de un sitio a otro del zoo, volviendo una y otra vez a ver a los pingüinos, en especial a los pingüinos sudafricanos, que fueron los que más les gustaron. En un momento determinado, justo cuando Paula empezó a sentir que le dolían las piernas, los pies fríos y la nariz roja, los niños empezaron a perder interés por el zoo.

miércoles, 13 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 40

 —No creo que a su padre le parezca bien.


—No se enteraría...


—¿Quién no se enteraría de qué?


Felipe se sobresaltó al oír la voz de su padre.


—Nada —respondió.


—Felipe estaba proponiendo que nos fuéramos a hacer snowboarding en una superficie sin nieve —le explicó Paula, a quien Felipe le dirigió una mirada asesina.


—Pues yo había pensado tomarme mañana el día libre y llevarlos al zoo.


Los niños abrieron los ojos de forma desmesurada.


—¿Y le podemos comprar comida a las llamas? — preguntó Benjamín.


—Me imagino que sí.


—¿Habrá elefantes?


—Posiblemente. Depende del zoo al que vayamos.


—¿Vendrá Paula también?


—Espero que sí. Ir al zoo fue idea suya. Si nos abandona, estaré perdido.


Paula pensó que no se podía perder la experiencia de pasar un día con él y los niños. Al final asintió.


—Está bien, iré, pero sólo si se van hoy pronto a la cama.


Los niños desaparecieron como la nieve en el desierto. Media hora más tarde, estaban metidos en la cama. Les había leído un cuento y estaba en la cocina. Pedro estaba mirando dentro del frigorífico.


—¿No hay nada que comer?


—Filete —le respondió ella—, con patatas y ensalada. ¿Te apetece?


—Sí. Y tú, ¿Qué vas a cenar?


—Yo ya cené con los niños. No sabíamos a qué hora ibas a volver —puso la sartén en el fuego y se dio la vuelta—. Por lo que se refiere a la excursión de mañana, ¿De verdad tienes tiempo?


—La verdad es que no, pero ya veré cómo me las arreglo. ¿Por qué?


—Porque ahora no te puedes volver atrás. Si les has dicho que los vas a llevar...


—Los llevaré. Te prometo que estaré aquí mañana.


Se lo creería cuando lo viera con sus ojos. Sólo un idiota se podía creer todo lo que le decían. Le hizo la cena. Lo vió entrar en la biblioteca, con un plato en la mano y un vaso de vino en la otra y empezó a limpiar los platos de la cena.


—¿Paula?


Asustada, se dió la vuelta, se puso la mano en el corazón y se sonrojó.


—Vaya susto que me has dado.


—Lo siento, he venido a por la mostaza. ¿Es que he hecho algo malo? —le preguntó.


—¿Tú? —se quedó mirándolo sorprendida—. ¡Pensé que era yo la que había hecho algo malo! ¡No me has dirigido la palabra desde volvimos de casa de mis padres!


Pedro se limitó a gruñir y a darse la vuelta. Paula se dió cuenta de que estaba cansado.

La Niñera: Capítulo 39

Cuando acabaron de cenar, se fueron al salón, una habitación en la que había una chimenea y sofás muy cómodos. Las cortinas iban a juego con la tela de los cojines. En el suelo había alfombras persas. Ringo se puso frente a la chimenea y se durmió. Pedro estuvo tentado por hacer lo mismo. Se le estaban cayendo los párpados de cansancio.


—Un salón muy bonito —le dijo a Alejandra.


—¿Te gusta? Paula lo decoró el año pasado y a nosotros nos encanta.


Miró a Paula, que estaba al otro extremo del sofá y le preguntó:


—¿Podrías hacer lo mismo en mi casa. ¿Podrías convertirla en un hogar?


—Podría intentarlo. Aunque supongo que lo habrás dicho en broma.


—No, de verdad que no. ¿Puedes intentarlo?


Paula asintió.


—Tendría que ir a las subastas a conseguir muebles.


Pedro miró a la madre.


—¿Es sensato darle permiso para que compre lo que quiera?


—Eso depende. Tiene buen ojo, pero le gustan las cosas caras. Pero lo que sí te puedo asegurar es que lo que compre será una buena inversión.


Pedro miró a Paula.


—Me pongo en tus manos —le dijo, con voz suave.


Sus ojos brillaron de una forma que le encendieron las venas. Sus miradas se encontraron. A los pocos segundos, Pedro giró la cabeza. Aquello iba a ser muy difícil. Imposible, mejor dicho. La promesa que le había hecho a su madre, se iba a convertir en la cosa más difícil que había hecho en su vida...



Pedro se comportaba de forma extraña. Por un momento, Paula pensó que las cosas estaban mejorando. En casa de sus padres lo había visto relajado y a gusto, pero de pronto todo había cambiado. Estaba viendo a un Pedro diferente, distante y no sólo con ella. Con los niños tenía otra actitud, más relajada e incluso lo había visto reírse en un par de ocasiones, como si acabara de descubrir de nuevo el sentido del humor y le gustase jugar con él, como un niño juega con un juguete nuevo. Por primera vez en años estaba viendo el lado divertido de la vida, pero no lo compartía con ella. Con ella no había nada. Esa era la diferencia. La esquivaba y se encerraba en la biblioteca, mientras que antes la buscaba y procuraba tomar café con ella, o la ayudaba a fregar los platos. De lo único que hablaban era de los niños. A lo largo del día se descubría pensando en él cientos de veces, aunque los niños la distraían bastante. Esa semana había pensado hacer un montón de actividades. Sin embargo, el jueves por la tarde, estaban los niños y ella sentados a la mesa, sin James, como era normal, y Paula les preguntó que qué querían hacer al día siguiente. Los niños se encogieron de hombros.


—La verdad, no sé —contestó Benjamín—. Me gustaría hacer algo con mi padre.


—No tengas muchas esperanzas —le dijo Felipe, que era el más pragmático de los dos, el más directo. Benjamín era el que pensaba, el que se preocupaba más—. ¿Qué te parece si nos vamos de compras? Necesito una bolsa de deporte.


—¿Otra? No me parece que necesites ninguna —le respondió Paula—. Podemos ir a nadar.


—No, ya nos fuimos el martes. ¿Qué te parece si nos vamos a deslizamos con la tabla por el monte?

La niñera: Capítulo 38

Los hermanos de Paula empezaron a contar la desastrosa cacería. Pedro miró al perro, que tenía apoyada la cabeza en su pierna y le acarició las orejas. Se quedó escuchando la conversación. Siendo hijo único, nunca había tenido la ocasión de hablar de esa manera con nadie. De pronto, el perro se levantó y, como Pedro estaba distraído, le quitó un trozo de jamón del plato.


—¡R¡ngo! —gritó todo el mundo y el perro se refugió bajo la silla, mientras se comía el jamón. 


Al poco tiempo salió, se sacudió y movió la cola. Aquello fue demasiado para Pedro. Le entraron ganas de echarse a reír. Apoyó los codos en la mesa y se puso una mano en la boca, pero no pudo evitarlo.


—¡Pues no me hace ninguna gracia! —protestó Paula—. ¡Eres un perro muy malo!


Pedro empezó a reírse a carcajadas. Los niños lo miraron atónitos.


—¿Qué ocurre? —les preguntó.


—Que te estás riendo —dijo Felipe.


—Nunca te ríes —añadió Benjamín.


Se produjo un tenso silencio en la mesa y James se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. ¿Sería verdad que nunca se reía en presencia de los niños?


—También puede reír —dijo Paula, rompiendo el silencio. 


Los niños la miraron y Pedro sintió que el aire le llegaba otra vez a los pulmones. Intentó recordar cuál fue la última vez que se había reído con ellos y descubrió que no podía. Agradeció a Paula que hubiera distraído a los niños. Se quedó mirándolos, fijándose en los colores en sus mejillas y el brillo de sus ojos. Bendita Paula, que los había llevado allí. En ese momento, pensó que si hubiera elegido un sitio para criar a sus hijos, ese sitio habría sido aquel. Un sentimiento de tristeza le invadió, arrepentimiento por su conducta, pena porque Silvana no estuviera con ellos, desesperación porque no sabía si iba a poder ofrecerles esos valores. Se dió cuenta de que Paula lo estaba observando. Sonrió. Lo miraba con dulzura, enviándole un mensaje de... ¿Qué? ¿Promesa? ¿Felicidad? Sabía perfectamente el mensaje que le estaba enviando. Apartó la mirada. De repente, la deseó con todas sus fuerzas, a pesar de la promesa que le había hecho a su madre. Pero sabía lo que era la autodisciplina. Lo único que tenía que hacer era ponerla en práctica.

La Niñera: Capítulo 37

 —Sí, nos lo hemos pasado muy bien —respondió Felipe—, Hemos estado cazando. Pero Ringo es un inútil.


El comentario fue tan despectivo que Pedro parpadeó.


—¿Ringo? —preguntó, un poco confuso, su mente todavía paralizada, al imaginarse a los niños disparando.


El perro, al oír su nombre, se acercó a él y empezó a mover la cola, manchándole de barro los pantalones.


— ¡Oh Ringo, no! —gritó la señora Chaves. 


Sin embargo, Pedro se agachó y le acarició la cabeza.


—No te preocupes. Tenía que enviar el traje a la tintorería — Ringo le lamió la mano muy entusiasmado.


—Los niños tienen razón, es un perro que no vale para nada —dijo Gonzalo, quitándose el abrigo y colgándolo detrás de la puerta—. Sale corriendo en cuanto oye el disparo. Toma Iván, guárdala.


Le entregó el arma a su hermano. Pedro se quedó más tranquilo al ver que estaba descargada. Imaginarse a los niños con un arma cargada, le ponía enfermo. La preocupación debió mostrarla en la cara, porque en ese momento sintió que alguien le ponía una mano en el brazo.


—No te preocupes, que estaban seguros —le dijo Alejandra—. Mis hijos saben cómo manejar un arma. Nosotros nos hemos preocupado de enseñarles bien.


—Me quedo más tranquilo oyendo eso.


De pronto, la puerta se abrió y Pedro sintió que el vello se le ponía de punta. Se dió la vuelta y vió a Paula. Su corazón empezó a latir con fuerza.


—Hola —saludó.


Sonriendo, se acercó al lugar donde él estaba. Por un momento llegó a pensar que lo iba a abrazar, pero de pronto se detuvo y le dijo:


—¿Qué tal? Has logrado escaparte.


—Sí, no pude evitarlo. Cuando pasé por la carretera, olí a pan recién hecho.


—No seas mentiroso —le respondió sonriendo, logrando quitar la tensión del momento. En su boca se dibujó, una sonrisa.


Se quedó mirando a Paula, todavía con el pelo mojado de la ducha. Estaba preciosa. Sólo el sonido de una puerta, señalando la llegada del padre de Paula, le impidió levantarse y comérsela a besos. Todos se dieron la vuelta y, de nuevo, Pedro se sintió observado por un par de ojos tan azules como el azul de la flor del maíz. El hombre le tendió una mano curtida por el trabajo, pero muy cálida. Todos se sentaron en torno a la mesa y tomaron el té de la forma tradicional, costumbre que no había vuelto a vivir desde que era pequeño, con buenos trozos de jamón, pollo, ensalada y pan con mantequilla. Pensó en el volumen de su cintura, pero todo aquello tenía un aspecto tan delicioso, que se olvidó de ello.

La Niñera: Capítulo 36

 —Come un poco.


—¿Tanto se me nota?


—Digamos que estoy acostumbrada a tratar con niños hambrientos.


—Pues creo que lo voy a probar.


—Adelante —le respondió, sonriendo.


—Guau —exclamó—. Después de haber estado comiendo en el hotel este fin de semana, esto es...


—La ha hecho Paula.


—Es una chica con mucho talento.


La señora Chaves puso una taza de té en la mesa y se sentó frente a él.


—Lo es. Y también tiene un corazón muy tierno.


La advertencia fue clara. Pedro la miró a los ojos.


—Lo sé. No se preocupe, señora Chaves, no le voy a hacer daño. Es una chica muy atractiva, pero está segura conmigo. Los niños la necesitan y yo no voy a arriesgar la relación por una aventura. La respeto demasiado como para utilizarla para divertirme temporalmente.


Alejandra Chaves lo miró y asintió con la cabeza.


—Termina de untar la mantequilla, que están a punto de llegar.


Cuando la mujer se dió la vuelta, Pedro suspiró, al sentirse más aliviado. Parecía como si hubiera pasado una prueba, pero no tenía ni idea qué tipo de prueba había pasado. Empezó a poner mantequilla en el pan y dió un sorbo de la taza. A continuación se puso a fregar las tazas del fregadero, mientras Alejandra ponía la mesa. Mientras estaba lavando las tazas, se imaginó a Paula en el baño y sintió que el cuerpo subía de temperatura. ¡Y le había dicho a la señora Chaves que con él Paula estaba segura! ¿Lo habría creído? Imposible, si seguía en aquella línea de pensamientos, imaginándosela con el jabón sobre sus pechos... Estuvo a punto de salir a tomar un poco de aire fresco, sin abrigo ni nada, para ver si le bajaba la libido. Pero justo en ese momento, los niños irrumpieron en la habitación, acompañados por Gonzalo, un muchacho de dieciséis años, hermano de Paula.


— ¡Papá! —uno de los gemelos gritó, quedándose clavado en el sitio.


—Hola, Felipe. Benjamín.


Los sonrió, pero los niños no le devolvieron la sonrisa. Se quedaron mirándolo de forma sospechosa. 


—¿Has venido para que nos vayamos? —le preguntó Benjamín.


—No, bueno, todavía no. Por lo menos, no hasta que nos tomemos el té. Hola, Gonzalo. Encantado de verte de nuevo —estiró la mano y estrechó la de Gonzalo y después saludó al otro chico—. Y tú debes ser Iván. Pedro Alfonso.


El chico asintió con la cabeza.


—¿Se han divertido, chicos? —les preguntó a los gemelos.

lunes, 11 de agosto de 2025

La Niñera: Capítulo 35

Esos sentimientos le hicieron sonreír. Habían sido días muy felices. Pero eso fue antes de que la vida le hubiera mostrado la realidad con una fuerza terrorífica. Antes de casarse, de asumir responsabilidades y de soportar presiones, antes de que la vida le arrebatara a su mujer y lo dejara con dos niños pequeños. Hasta que conoció a Paula. Vió una señal en la carretera. Por la de la izquierda se iba a Norwich, a casa. Un poco más adelante, se tomaba la carretera que iba a la granja de los Chaves. Estuvo dudando unos segundos. No giró. Ahora sólo tenía que encontrar la granja, porque no tenía ni idea de dónde estaba. También era posible que Paula y los niños se hubieran marchado ya. De pronto, sintió unos deseos inmensos de estar con ellos, de olvidarse de los problemas del negocio. Quería tiempo para él. Tomó la carretera que se suponía lo iba a llevar a la granja y se resignó a pasarse horas dando vueltas por los alrededores. Pero por chiripa, la encontró enseguida. Eran casi las cuatro y las luces de la casa estaban encendidas, como esperando a alguien. ¿A él? Abrió la puerta del coche y estuvo dudando unos segundos. Hacía años que no se ponía tan nervioso. Allí se sentía como un pez fuera del agua. Casi se mete en el coche otra vez y da la vuelta. Pero, de pronto, se abrió la puerta de la casa y salió una mujer, cuya cara le resultó familiar, por las fotos que había visto de Paula. Con un suspiro de resignación, bajó del coche y caminó hacia ella.


—¿Señora Chaves? —preguntó, aunque ya sabía su nombre.


—Sí y tú debes ser Pedro —le dijo, sonriéndole de forma muy cálida—. ¿Terminaste antes?


—Sí. Lo mismo estoy molestando, pero Paula me habló tan bien del sitio...


—No molestas en absoluto. Es un placer verte. Entra en la cocina. Tengo en el horno unas pastas. Esperaremos allí a que vuelvan los niños. Paula está en el baño. Mientras yo hago té, puedes ir poniendo mantequilla en el pan, para así no sentir que no haces nada.


Entraron en la cocina, le indicó dónde podía dejar la chaqueta y se sentó frente a una fuente con pan recién cortado.


—¿Quieres té? —le ofreció.


—Sí, gracias.


Le dió un cuchillo y la mantequilla para que la untara en el pan. Parecía mantequilla casera, a juzgar por su aspecto. La olió. Excelente.

La Niñera: Capítulo 34

Paula se pasó el fin de semana preguntándose cómo habría encajado Pedro en aquel sitio. Y las conclusiones fueron un tanto confusas. El Pedro que veía todos los días marchar al trabajo y encerrarse en la biblioteca hubiera estado perdido en aquella granja. El hombre que se había puesto los vaqueros y había corrido por el campo detrás de sus hijos, se lo habría pasado en grande. ¿Quién era el verdadero Pedro?


—¿Cómo es él, Ringo? —le preguntó al setter irlandés que estaba a su lado. 


Ringo movió la cola y miró a Paula.


—Yo tampoco lo sé —le dijo al perro—. Ojalá lo supiera.


—¿Saber qué? —le preguntó su madre.


—Quién es el verdadero Pedro. Está tan ocupado aparentando ser importante, que ni siquiera tiene tiempo para ser él mismo. Me pregunto si sabe quién es de verdad.


Alejandra Chaves se sentó en el suelo, al lado de su hija y empezó a acariciar al perro.


—Es una pena que no haya podido venir. Se hubiera relajado aquí.


—No lo dudes. El otro día fuimos a dar un paseo y si no le hubiera dicho que se cambiara, habría ido con traje y corbata.


Alejandra se echó a reír.


—Gonzalo estaba muy preocupado por tí. Pensaba que te ibas a meter en un montón de problemas con él. Yo no lo conozco y me fío de tí, pero me pregunto la razón por la que se alarmó tanto.


—Pues porque pensó que Pedro era muy masculino.


—¿Lo es?


—Es un hombre, mamá. Un hombre solo e infeliz.


Alejandra se quedó mirando pensativa a su hija.


—Mmm


—¿Mmm?


—A lo mejor Gonza tenía razón. A lo mejor te has metido en problemas, pero no en los problemas que él se imagina.


—Puede ser, mamá, puede ser...





No había casi nadie en la carretera. Kilómetros y kilómetros de carretera, sin tener nada en que pensar, más que en lo que les había perjudicado a los niños. ¿Tan mal habría hecho las cosas? Probablemente. Y había tenido que ser Paula, con su gran corazón, la que se lo había tenido que decir. Era una mujer amable y cariñosa, en absoluto impositiva. Se preguntó cómo se lo estarían pasando en la granja. Un sentimiento de soledad le inundó, pillándole por sorpresa. Se acordó de cuando era niño, de cuando se iba a pasar las vacaciones a la casa de campo de su tío, en Hampshire, donde jugaba con sus primos. En aquella granja había vacas, cerdos y pollos. También había montado en tractor. Durante el verano, él había ayudado en las labores del campo y era algo que le había divertido.

La Niñera: Capítulo 33

 —¿Al zoo? —le preguntó, poniendo cara de extrañeza—. ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que fui al zoo?


Paula se echó a reír.


—¿Veinticinco años, quizá?


—Fácilmente. De todas maneras, este fin de semana es imposible. Tengo que ir a Birmingham a dar una conferencia.


Paula dejó la cucharilla en la mesa y se recostó en el respaldo de la silla.


—Pedro, no quiero ponerte las cosas difíciles, pero no he tenido un fin de semana libre en dos semanas y los niños están a medio curso. La semana que viene estaré hecha un guiñapo. No te puedes ir este fin de semana, a menos que se quede alguien con los niños.


La miró con cara de asombro.


—Alguien más... No. Oh, lo siento, Paula. No se me había ocurrido. Se lo pediré a la señora Cripps.


—Te dirá que no.


—No si le ofrezco bastante dinero.


—Los niños la odian.


Se pasó las manos por el pelo, alborotándose los rizos y dejándolos revueltos. Paula sintió unos deseos inmensos de alisárselos.


—¿A quién sugieres entonces?


—¿De verdad no te puedes quedar tú?


—No puedo. Lo siento, pero es imposible. No puedo cambiar la reunión.


—Pues, entonces, me los puedo llevar a mi casa, para que pasen allí el fin de semana. De esa forma, también ellos tendrán unas vacaciones.


La miró como si le hubiera ofrecido el cielo en bandeja de plata.


—¿Qué pega hay?


—Ninguna. Pero tendrán que hacer la vida que hacen los demás. Tendrán que levantarse temprano, ayudar con los animales y a mis hermanos. Quedarán agotados, pero estarán seguros. Mi madre los alimentará hasta que tengan la barriga llena y dormirán como troncos, después de haber respirado aire puro.


—Suena maravilloso. ¿Puedo ir yo también? — bromeó, pero en sus palabras Paula percibió un cierto deseo. 


Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que no había salido a divertirse. Se sintió atrapada por sus ojos de color castaño y, sin pensar lo que estaba haciendo, estiró la mano y le acarició la mandíbula. Tenía la piel tersa, un poco rasposa por la barba. Dejó caer la mano, antes de cometer alguna tontería, como por ejemplo ponerle la mano en la nuca y besarle en la boca...


—Siempre serías bien recibido —le respondió.


—Gracias, Paula. Ojalá el día tuviera más horas...

La Niñera: Capítulo 32

 —¿Dónde se consiguen esos muebles?


—En las subastas.


—Yo no he estado en una subasta desde hace años. Por lo menos desde que Silvana y yo nos casamos —le respondió. 


Paula se dió cuenta de la tristeza en su mirada. Se arrepintió de haber sacado aquel asunto. Aunque a lo mejor le hacía bien recordar a la mujer de su vida. Por lo menos, tendría una referencia con la que comparar aquella señora Frisbee.


—¿Quieres un vaso de leche con cacao?


—¿Cacao? ¿En la cocina?


—Si quieres te lo traigo aquí —le dijo, sonriendo.


—Mejor en la cocina —le respondió, sonriendo. 


Cinco minutos más tarde, los dos estaban sentados en las sillas de la cocina, con un vaso de leche con cacao cada uno. Ella fue la primera en romper el silencio.


—¿Qué tal con los niños? —le preguntó, con tono muy dulce.


Pedro suspiró.


—Muy bien. No sabía que estuvieran tan obsesionados con su madre. Creía que ni siquiera se acordaban de ella, aunque la verdad es que sólo tienen un vago recuerdo. Ese es el problema. Quieren saber un montón de cosas sobre ella y sólo yo se las puedo contar.


—¿Y los padres de Silvana?


Pedro movió la cabeza en sentido negativo.


—No pueden. Todavía no han podido superar el dolor que les produjo la pérdida.


—Es triste.


—Sí, lo es. Porque los niños necesitan a sus abuelos. Y más cuando ni siquiera he podido pasar tiempo con ellos.


—Pero eso se puede solucionar.


—Lo intento. Pero la verdad es que tengo mucho trabajo. Y, aunque intento descargarme un poco, no creas que es fácil. Me tratan como a un extraño, Paula —le dijo—. Parece como si no me conocieran.


—¿Y crees que te conocen?


La miró, con los ojos cargados de pena.


—No. Y yo creo que tampoco los conozco a ellos. Han cambiado. Han crecido. Cuando murió Silvana, eran más pequeños, y era más fácil satisfacer sus necesidades. Sólo querían comida y sentirse protegidos. Todo era mucho más simple. Ahora quieren respuestas a sus preguntas y hay algunas que no es tan fácil responder.


Bajó la cabeza y a Paula se le arrasaron los ojos de lágrimas.


—No te preocupes, Pedro. Lo único que tienen que hacer es cosas juntos.


—¿Cómo qué? Ni siquiera sé lo que les gusta hacer.


Paula se encogió de hombros.


—Llévalos al zoo. Llévalos este fin de semana.

La Niñera: Capítulo 31

El problema era que se iba de casa todos los días a las cinco de la mañana, para poder hacer el trabajo en la oficina y Paula lo veía más cansado cada día que pasaba. Y a Gabriela aquello no le gustaba.


—Pensé que habías contratado a una niñera —la oyó una vez decirle, una de las veces que fue a casa a trabajar con él.


—Y la he contratado.


—Pues que los cuide ella.


Paula no se quedó a escuchar nada más. No podía soportar la presencia de una mujer tan fría y calculadora. Les llevó una bandeja con café al estudio. Era un sitio que odiaba. Lo más curioso era que a Gabriela le encantaba. Tenía la sensación de que Pedro pensaba de aquella habitación lo mismo que ella. Era una habitación pintada de color crema, aséptica. Se fue a la cocina, se preparó un vaso de leche con cacao y se sentó a leer un libro. Antes de las diez oyó que Pedro estaba despidiéndose de Gabriela y se fue al estudio, a retirar la bandeja. Pedro entró detrás de ella y la ayudó.


—¿Paula? ¿Qué te ocurre?


—Nada, ¿Por qué?


—Porque tienes una mirada como de querer asesinar a alguien.


—¿De verdad?


—Sí, ¿Quieres que hablemos?


Ella suspiró y se pasó la mano por el pelo.


—Es que no me gusta esta habitación.


—¿De verdad? Pues he de confesarte que a mí tampoco.


Lo miró con cara de sorpresa.


—Entonces, ¿Por qué no cambias la decoración?


—Porque se la encargué a un decorador de los más caros.


—¿Un amigo de Gabriela, por casualidad?


—Sí. Parece que la odias, ¿No?


—¿Odiarla? —Paula se sintió culpable—. A mí no me tiene que gustar, ni disgustar.


—Eso no es lo que yo he dicho.


—No —le respondió.


—Pero, en respuesta a tu pregunta, sí, fue un amigo de Gabriela. También decoró el piso de ella.


Paula miró a su alrededor.


—Es que es tan...


—¿Insulso?


—Sí y todo parece nuevo. En una casa antigua, uno tiene que tener antigüedades. En las otras habitaciones las tienes.


—Sí —frunció los labios—. Gabriela pensó que tenía que tener una habitación más moderna. Casi nunca la uso, de todas maneras.


—Porque la odias.


—Más o menos. La encuentro muy... Anodina.


Los dos se echaron a reír.


—Y tú, ¿Cómo la pondrías?


—Yo la pintaría con un color un poco más cálido, le pondría cortinas y algunos cojines. Y una alfombra en el centro. Además, cambiaría el mobiliario y pondría algo de madera antigua.