La mansión de los Alfonso era tan elegante como Paula la recordaba. Resultaba difícil no recordar la angustia que había sentido la última vez que había estado en aquella casa. El señor Gimenez no dejaba de protestar mientras acomodaban sus cosas en las habitaciones que Ana les había asignado.
— ¿Estás loca? —le preguntó—. ¿Es que no sabes lo que esa mujer está planeando?
—Quiere conocer a su nieto —replicó Paula— Y yo quiero evitar que Pedro se la coma viva. Sí, claro que sé porque estamos aquí.
—Sigues loca por él, ¿verdad? —afirmó el señor Gimenez, después de exhalar un suspiro. Paula sonrió y asintió—. Muy bien. Te informo de que la señora Alfonso acaba de apropiarse de Franco y se lo ha llevado a la cocina. Me apuesto algo a que está pensando en llenarlo de dulces. No es bueno para él. Necesita alimentos saludables.
—Iré a decírselo ahora mismo. Te suplico que me ayudes. Es una situación muy difícil. No puedo abandonar a Pedro mientras esté en este estado. Está convencido que no va a volver a andar, aunque siente las piernas. Está débil y no se puede poner de pie y cree que eso es permanente.
— ¿Qué es lo que ha dicho de verdad el especialista?
—Uno de los discos de la espalda de Pedro resultó dañado. Si los nervios lo están también, no podrá volver a andar. Tiene un gran hematoma y daños en los músculos. El doctor Danbury lo solucionó, pero va a tener insensibilidad, hormigueos y debilidad durante algún tiempo.
—Pobre hombre...
—Pedro no cree que vaya a mejorar, por lo que necesita todo el apoyo del que pueda disponer en estos momentos. No puedo dejarlo. A pesar de lo que haya ocurrido en el pasado, es el padre de Franco.
—De eso no hay ninguna duda. Es igualito que su hijo.
—Así es —admitió ella con una sonrisa. Cuando entró en la cocina, vio que Ana estaba supervisando la preparación de unos pastelillos para Franco.
— ¡Mira lo que me está haciendo la señora! — exclamó el niño entusiasmado—. ¡Pastelillos! La señora dice que solía hacérselos a su niño.
Bueno, su niño ya no lo es tanto —comentó Paula, sonriendo—. No quiero que causes problemas.
—No los causaré, te lo prometo. Me gustan los pastelillos-
— ¿Te importa? —preguntó Ana algo tarde.
— A mí no, pero al señor Gimenez sí —contestó sin dejar sonreír—. Sin embargo, ojos que no ven corazón que no siente.
—Es como tener un duplicado de Pedro—dijo Ana con cierta tristeza—. Es... fantástico. ¿Te apetece una taza de café?
—Sí. ¿Quieres que le lleve una a Pedro?
—Vayamos juntas. Tal vez podamos llevar también a Franco. —No sé...
— ¿No crees que sea adecuado, Paula?
—Considerando el lenguaje que le he oído nada más entrar, no estoy segura.
A pesar de todo decidieron que el niño las acompañara. Franco no hacía más que preguntar mientras se dirigían a la habitación que Pedro ocupaba en la planta baja y que, como el resto de la casa, estaba llena de antigüedades, enentre las que se encontraba una cama con dosel. Pedro estaba apoyado contra las almohadas con una sábana sobre las caderas y el torso desnudo. Se sentía incómodo por el trayecto en ambulancia y por la dureza del colchón.
—Ésta era la cama de mi abuelo —dijo, sin molestarse en saludar—. No me extraña que se muriera tan joven.
Paula tuvo que ahogar una carcajada.
—Tú viniste a ver a mi madre —recordó Franco, acercándose a la cama.
Pedro se sorprendió al ver al niño tan cerca. Miró fijamente el joven rostro, que era casi una copia del suyo y sintió una extraña sensación en la garganta. Su hijo. Hasta aquel momento, los niños habían sido una vaga noción. Sin embargo, aquel pequeño era de su carne y hueso, una parte de él. Y de Paula.
—Eres Franco, ¿verdad? —le preguntó, tratando de dominar su alegría al ver al niño.
— Me llamo Franco Gonzalez—afirmó el niño, sin darse cuenta del dolor que provocaba en Pedro su apellido—. Tengo cinco años y sé deletrear mi nombre. ¿Te gustan las iguanas? El señor Gimenez tiene una. Vive con nosotros.
—Y ahora vive con nosotros —comentó Ana, que sorprendentemente, se había sentido fascinada por el enorme lagarto.
—Le gusta Tiny —dijo Franco con una sonrisa—. ¿Y a ti te gustan los lagartos?
—No lo había pensado nunca —respondió Pedro—. Supongo que podría acostumbrarme.
—Tiny tiene su propia jaula. Por las noches, duerme en ella, pero algunas veces lo hace en la barra de las cortinas.
—A las iguanas les gustan los lugares altos, ¿no? —afirmó Pedro con el tono de voz más tierno que Paula le había escuchado nunca.
— ¿Estás enfermo? —le preguntó Franco.
—He tenido un accidente. Tengo que permanecer en la cama durante un tiempo.
—Lo siento. ¿Te duele?
-Sí.
Paula supo instintivamente que Pedro no estaba hablando del dolor físico. No supo qué decir. Cuando Pedro la miró, lo hizo de un modo tan intenso que ella no pudo evitar sonrojarse.
—Vamos a ver cómo van tus pastelillos, Franco, ¿quieres? —le sugirió Ana con una sonrisa. Entonces, le extendió la mano.
Franco la tomó.
—Volveré a verte si quieres. Siento que estés malito —le dijo a Pedro.
—Gracias.
La puerta se cerró tras de Ana y Franco.
—Dejaste que te diera un hijo —susurró él.
—No sabía nada sobre el control de natalidad. Tenía miedo de admitir que siempre había creído que los hombres se ocupaban de eso.
—Di por sentado que estabas tomando la píldora. En realidad, jamás se me ocurrió pensar en el control de natalidad y mucho menos la primera vez. Te deseaba tanto que ni siquiera sé cómo te coloqué sobre el suelo.
Paula se sonrojó. A ella le había ocurrido lo mismo.
—Podrías haber abortado.
—Jamás lo consideré siquiera.
— ¿Ni siquiera después de lo que yo creí sobre tí? ¿Ni siquiera cuando creías que te odiaba?
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