sábado, 2 de mayo de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 30

—Estás plenamente convencido de eso, ¿verdad?
—Ni siquiera eras una mujer adulta, cielo. Yo no esperaba amor por parte de una niña. Tu cuerpo era lo único que yo deseaba.
—Desgraciadamente, me lo dejaste muy claro. ¿Por qué no me dejaste en paz? No tenías nada que ofrecerme, pero me arrebataste todo lo que yo podía tener de valor. Mi amor, mi virginidad...
—Me lo entregaste todo porque quisiste —le espetó él—. Me lo diste con una pasión que me dejó sin aliento y sin que yo tuviera que pedírtelo. Aparte de desnudarte en público, hiciste todo lo posible por llamar mi atención.
Aquello era cierto. Paula  no pudo responderle porque ciertamente le había dado aquella impresión. Bajó los ojos y contempló el vestido en su elegante caja.
—La vida nos enseña lecciones muy duras —murmuró.
— ¿Por qué no aceptas el vestido?
—Porque yo no soy tu amante.
Pedro sonrió, pero sus ojos transmitían una mirada fría y enojada.
-¿No?
—No —replicó ella firmemente. La tranquilidad que había en su voz detuvo en seco a Pedro.
—Me deseas.
—Por supuesto que te deseo, Pedro —replicó ella—, pero soy lo suficientemente mayor como para tomar decisiones sensatas. Lo último que necesito es sacar del baúl una relación del pasado.
— ¿Por tu maravilloso señor Gonzalez? —preguntó él con un tono burlón de voz.
—No. Porque tengo demasiado orgullo. Tú me utilizaste una vez. No voy a permitir que vuelvas a hacerlo. Lo de ayer fue un accidente. Un error. Dejé por un instante que el pasado cegara el presente. Sin embargo, do volverá a ocurrir.
—Tú me deseas —insistió él.
—Supongo que te desearé siempre —confesó Paula—. Tú y yo sufrimos de adicción mutua en la cama. Es una pena, porque no podemos hacer nada al respecto. Sin embargo, yo necesito mucho más que unas horas de pasión. En el pasado, era pura magia y yo no tenía que pensar en el futuro. Ahora sí.
—No tienes verdaderas ataduras —dijo, suavizando el tono de su voz—. Ni yo tampoco.
—Eres un Alfonso —replicó ella—. Tu madre me considera de una especie diferente. Ella volvería a separarnos, si tú no me dejaras de lado por una razón u otra. No hay futuro en lo que siento por ti, Pedro. Tendría mejor suerte en lo que siento por el señor Gonzalez.
—En primer lugar, mi madre jamás nos separó. ¡Lo hizo tu propia avaricia!
—Piensa lo que quieras, pero vete a tu casa —le espetó ella. Tomó la caja y se la entregó—. Y llévate eso. No tengo ningún lugar al que ir en el que me pueda poner algo tan llamativo.
—Tan elegante. Dios sabe que seguramente no hayas visto un vestido tan caro en toda tu vida y tú lo estás rechazando.
De hecho, Paula había visto vestidos así de caros antes. Su armario estaba lleno de diseños originales que eran incluso más caros que el que ella le estaba devolviendo a Pedro.
—Me gusta el regalo, pero no me gustan las ataduras que implica.
—Quién lo hubiera dicho. Orgullo de una mujer como tú —musitó.
Paula  se irguió. No le gustaba aquella insinuación.
— ¿Acaso te sientes insultada? ¿Y por qué ibas a estarlo? Las mujeres que no tienen moralidad no pueden permitirse el lujo de tomarse demasiado en serio.
—Crees que me conoces muy bien —susurró ella con voz dura. Prácticamente estaba temblando de la ira.
—Te conozco de la cabeza a los pies —replicó Pedro en un tono similar—. Dios mío, lo único que tengo que hacer es rozarte para que seas mía.
—Fuera de aquí.
—Es mejor que no vengas a ese baile conmigo — murmuró—. Probablemente no has adquirido modales en los últimos seis años. Estoy seguro de que ni siquiera sabes que tenedor utilizar en una mesa bien puesta o dónde poner la servilleta.
En aquellos momentos, Paula estaba temblando de la ira.
—Te aseguro que sé dónde me gustaría poner uno de esos tenedores en estos momentos. ¡Fuera de aquí he dicho!
Pedro dudó, aunque sólo durante un instante. Entonces, lanzó una fría carcajada.
—Buenas noches, Paula. Que duermas bien — dijo antes de marcharse y cerrar la puerta a sus espaldas.
Sin embargo, cuando estuvo en su coche e iba de camino a casa, se maldijo por todas las cosas que había dicho. No había nada que Paula, igual que él, pudiera hacer cuando se tocaban, pero él la había hecho parecer una zorra. No había sido su intención hacer algo así, pero le había dolido mucho que ella lo rechazara. Había pensado que habían vuelto a empezar, pero Paula le había dado con la puerta en las narices.
«Mejor», pensó, tratando de aliviar así su orgullo. Su padre le había demostrado que a un Alfonso no le resultaba posible serle fiel a una única mujer. Había visto como la vida de su madre quedaba destruida por la constante infidelidad de su esposo. Eso había cambiado su opinión del matrimonio, del amor. Nada duraba para siempre y mucho menos la atracción. Eso era lo único aje había habido entre Paula y él. Atracción.
Sin embargo, al recordar la pasión que los dos habían compartido, no le parecía así. La necesidad que los dos habían sentido el uno por el otro había durado muchos años y el modo en el que ella había vuelto a acogerle le sabía dejado atónito. Jamás había sentido con ninguna mujer lo que sentía cuando estaba con Paula en la cama. Era como morir del modo más exquisito.
Gruñó al sentir que el placer se apoderaba de él. Iba a perderla una vez más y no sabía si podría soportarlo una segunda vez. Si por lo menos ella pudiera tolerar lo que había entre ellos sin promesas de eternidad... ¿No había comprendido ya que nada duraba para siempre?
No hacía más que pensar lo que ella le había dicho. No hacía más que insinuar que su madre había tenido algo que ver en la ruptura. Pedro sabía que eso no era cierto. Su madre lo adoraba. Ella jamás haría nada que pudiera hacerle daño.
El vestido que llevaba en el asiento de al lado lo enojaba. Siguiendo un impulso, detuvo el coche en un puente, lo sacó de la caja y lo arrojó al río. Mientras observaba cómo se alejaba flotando sobre las aguas corriente abajo, se sintió como si estuviera viendo el pasado. No le debería haber dicho aquellas cosas a Paula. Iban a hacer que todo resultara mucho más complicado.

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