Paula estaba considerando sus opciones mientras estaba sentada sola en el sofá. Una parte de ella quería regresar inmediatamente a Chicago y tirarlo todo por tierra, pero no podía hacerlo.
Joaquín le había dicho que estaban avanzando con sus contactos de la costa este. La ira que sentía por Pedro le dio ímpetu a su determinación. Sacó la lista de contactos y vio que el cuarto nombre era el de un tío de Pedro, uno de sus enemigos más acérrimos. Jamás había fingido sentir simpatía alguna por Pedro. Por supuesto, ningún amigo podía ser mejor que un enemigo común, pero no sabía si podría confiar en aquel hombre hasta que lo conociera.
Tomó el teléfono y marcó un número. Dio un nombre falso y preguntó por las acciones que el anciano tenía. Por último, mencionó algo sobre una sorpresa que quería darle a Pedro. El viejo le dijo poco, pero Paula consiguió una reunión con él a la mañana siguiente muy temprano.
Cuando colgó el teléfono, pensó en la reunión que Pedro había organizado con sus accionistas para dos semanas después. Si todo salía bien, ella iba a darle una gran sorpresa a él y a su madre.
No se lamentaba de ello. A lo largo de los años, los Alfonso le habían proporcionado mucho sufrimiento. Era justicia poética poder tener un papel muy activo en ver cómo lo perdían todo.
No obstante, le entristecía que Pedro y ella no pudieran tener una relación permanente. Habría sido muy agradable para Franco, pero no iba a ser posible. Ya no habría más encuentros románticos entre ellos. Había llegado la hora y le quedaba muy poco tiempo para terminar de extender la red.
Germán Alfonso tenía setenta y dos años. Vivía en una casa situada en más de cuatro mil hectáreas de pastos en el sur de Montana. Dio la bienvenida a Paula con una cortesía ya pasada de moda y le ofreció café y pastas.
— Ahora —dijo él, cuando estuvo cómodamente sentado en su mecedora y Paula en el sofá—. ¿Qué desea usted saber sobre mi acciones?
Paula sonrió. Iba vestida con un traje gris y una camisa azul. Llevaba el cabello recogido en una trenza que le caía por la espalda. Tenía el aspecto de la exitosa mujer de negocios que era. Notó que su aspecto le daba más puntos con el tío abuelo de Pedro. Ya había contado con ello.
— ¿Puedo confiar que no se lo dirá a Pedro si se lo cuento? —preguntó sin andarse por las ramas.
—Por supuesto. Me gusta su sinceridad. Sí, claro que puede confiar en mí. Le doy mi palabra.
—En ese caso, le diré que voy tras la empresa de su sobrino —afirmó—. Lo quiero todo y estoy dispuesta a pagar mucho dinero por las acciones. Lo que no pueda comprar, deseo controlarlo a través de poderes.
—Y cuando tenga la empresa, ¿qué es lo que piensa hacer con ella?
—Incorporarla a la mía.
— ¿Usted tiene su propia empresa? —preguntó, impresionado.
-Sí.
—Los tiempos cambian.
—Por supuesto —afirmó ella. Rápidamente pasó a describir lo que quería hacer con los contratos de minerales que tenía Pedro y por qué los necesitaba.
—Entonces, no quiere venderlos. No es propio de él dejar pasar un negocio como ése. Ninguna empresa se puede permitir rechazar esa cantidad de dinero.
—Estoy segura de que tiene sus razones. Según tengo entendido, a la junta de accionistas tampoco le pareció correcta su línea de razonamiento. Sin embargo, yo necesito esos minerales y haré todo lo que esté en mi mano para conseguirlos.
— ¿Por qué? —Preguntó el anciano, frunciendo el ceño—. No se debe simplemente a negocios, ¿verdad?
—Usted sabe demasiado. No, también es un asunto personal. Su madre y él me hicieron mucho daño hace ya algunos años. Me echaron de la ciudad y me dejaron sola en el mundo.
—Tú eres Paula, ¿verdad?
— ¿Cómo lo ha sabido?
—Se enteró toda la familia de lo ocurrido, a pesar de los esfuerzos de Ana por ocultarlo. Te tendió una trampa, ¿verdad? Ana es una mujer fría y dura. Lleva toda la vida fingiendo ser algo que no es. Se casó con el padre de Pedro, que era un play boy. Jamás ha amado a nadie a excepción de su hijo. Una mujer no debería ser tan posesiva con un niño. No puede acarrear nada bueno.
—Eso dicen —murmuró Paula, pensando en lo protectora que era para con su propio hijo. En aquel sentido, odiaba comprender a Ana Alfonso.
— Siempre supe que regresarías algún día. ¿Sabe Ana que estás aquí?
— Sí. A pesar de que lo ha intentado, no puede comprarme.
—Es una mujer muy dura. Algún día pagará por lo que hizo. Sin embargo, eso no depende de ti, sino de Dios. Resulta muy peligroso tomarse la venganza por la propia mano de uno. Las consecuencias podrían volverse contra uno.
—Si puedo hacerme con sus acciones no —replicó ella, riéndose—. ¿Qué me dice?
—Muy bien —respondió él, tras considerarlo durante un minuto—. Puedes disponer de ellas.
— ¿No se lo dirá a Pedro o a Ana ?
—No. Pedro habría sido mejor persona si Ana no lo hubiera apartado de mí. Pensaba que yo no era lo suficientemente bueno como para asociarme con él. Vivo aquí, en el campo, tengo ganado y cosas así. En los viejos tiempos, los míos podrían haber comprado y vendido a los suyos. Ahora, soy una vergüenza para ella.
—Mi tío abuelo era indio —dijo Paula con orgullo en la voz—. Tengo primos en la reserva y no me avergüenzo de ellos.
—Bien hecho. No hay que avergonzarse de las personas decentes, sean ricas o pobres. Es una pena que Ana se haya hecho tan arrogante. Yo sé cosas sobre ella que Ana no querría que se supieran. No siempre ha sido una dama rica de la alta sociedad.
—Se dice que los pecados acaban por pasar factura. Ya lo veremos.
—Muy bien. Te firmaré los papeles que quieres, pero te advierto que no trates de erigirte en juez. Uno termina pagando lo que hace.
—Eso lo sé muy bien.
Con el poder en la mano, regresó a Billings en el coche que había alquilado. Había sido algo arriesgado hacerlo, porque seguramente Pedro la estaba vigilando. Sin embargo, ya no le importaba. Tarde o temprano terminaría por descubrir su secreto.
Se cambió y se fue a trabajar. Allí, se enteró a través de uno de los ejecutivos de Pedro que él se había marchado el día anterior y que no iba a regresar en una semana. Se había preocupado por nada. A Pedro no le importaba lo suficiente como para que sintiera la necesidad de vigilarla. No sabía si sentirse aliviada o desilusionada por la noticia.
A la hora de almorzar, Ana Alfonso entró en el restaurante y se sentó en una de las mesas que le correspondían a ella. Con la ausencia de Pedro, parecía que se sentía lo suficientemente segura como para ir a ver a Paula a su terreno.
Paula se acercó a la mesa y le ofreció el menú con su habitual cortesía. Las manos de Ana cuando lo tomaron.
—Sólo quiero un café y un pastel de manzana — dijo, dejando el menú a un lado—. También quiero que me digas cuánto tiempo piensas quedarte. Sé que fuiste con Pedro al campo de batalla el jueves. Regresó a casa muy disgustado y ayer se marchó sin decirme ni una palabra.
—Tiene veintiocho años —replicó Paula—. Creo que ya tiene la suficiente edad para marcharse sin pedir permiso.
Paula la miró con una mezcla de odio y de súplica.
—Te daré lo que quieras si te marchas. ¡Lo que quieras! Mi hijo es lo único que me queda. Seguramente necesitas dinero. Aún eres joven y seguramente podrás encontrar a alguien de quien enamorarte.
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