Pedro se echó a reír. Entonces, se levantó de la cama y empezó a vestirse.
—Hoy en día las mujeres están más liberadas que los hombres. Normalmente, no tengo que preocuparme de tomar precauciones, aunque, en realidad, no sé si las habría tomado contigo. Jamás te dejé embarazada en los viejos tiempos, cuando no utilizábamos nada.
Paula no se molestó en responder.
—Tal vez seas estéril —comentó él, aunque odió aquellas palabras en el momento en el que las pronunció. En realidad, no comprendía por qué.
—Sí, supongo que sí —dijo Paula , disfrutando de una ironía que no quiso compartir con él.
—Al mismo tiempo, no deseo correr riesgos. No quiero hijos.
—¿Nunca? —le preguntó Paula mientras él se abotonaba la camisa.
—No —respondió él, terminando de vestirse—. Los hijos suponen un compromiso. Ya te dije hace mucho tiempo que yo no buscaba compromisos.
—Lo recuerdo —susurró ella. ¿Qué había esperado? ¿Que cambiara en aquellos seis años?
—Y, aparentemente, tú tampoco los quieres. No te has casado.
—Me gusta estar sola —mintió. No quería decir que sí lo había estado.
-¿Sí?
Pedro soltó una dura carcajada. Una parte de él estaba muy alegre al ver que Paula seguía deseándolo, que su cuerpo revelaba el tiempo que había estado sin tener relaciones sexuales. Sin embargo, otra parte odiaba la facilidad con la que ella se había sometido, el modo en el que él mismo había reaccionado ante ella. Con Paula no podía controlarse. Perdía la perspectiva. Era como un niño.
—Ahora que ya tienes lo que habías venido a buscar, ¿por qué no te marchas a tu casa? —le preguntó ella.
—Creía que me ibas a dar de cenar.
—Yo no tengo ganas de comer.
—Siempre tenías hambre después de que hiciéramos el amor.
—De eso hace mucho tiempo.
—Bueno, si has conocido a otros hombres en este tiempo, veo que no han dejado una profunda huella en ti. Te morías de ganas porque te poseyera.
—Eso también se podría decir de ti, ¿no te parece? ¡La primera vez ni siquiera pudiste contenerte!
El rostro de Pedro se volvió completamente rígido. Sin decir ni una palabra más, se colocó el sombrero y se marchó.
—Vaya, vaya con el hombretón. Si no puedes soportar el calor, no te acerques a la cocina.
Se levantó y se dio una larga ducha para tratar de borrar el aroma de Pedro, el tacto de sus manos. No pudo conseguirlo. Pedro seguía odiando la idea del matrimonio y no quería tener hijos. Paula no había esperado otra cosa, pero le dolía. Pedro tenía un precioso hijo. Se preguntó cómo reaccionaría cuando supiera lo de Franco porque, inevitablemente, se iba a enterar de ello.
Lo que más le molestaba era la facilidad con la que se había entregado a él. Sin duda, Pedro esperaría una sumisión fácil cada vez que le apeteciera. Iba a tratar de utilizarla una y otra vez. Ella tendría que dejarle muy claro que eso no iba a ser así. Aunque eso significara privarse del éxtasis que sentía a su lado.
Cuando Paula fue a trabajar a la mañana siguiente, vio a Pedro en el restaurante. La observaba orgulloso, como si fuera una posesión suya, con un deseo fiero y urgente.
Paula se presentó ante él con un menú y su acostumbrada sonrisa.
— Buenos días, Pedro. ¿Quieres pedir ya o prefieres que te dé unos minutos para que puedas estudiar el menú?
—Preferiría tenerte a tí que cualquiera de los platos que están en esta carta.
—Te recomiendo el jamón asado —dijo ella cortésmente, sin prestar atención a las connotaciones de la frase—. Y el café está recién hecho. ¿Te apetece que te traiga una taza?
Pedro suspiró muy enojado. Así que ésa era la actitud que iba a adoptar. Le entregó rápidamente el menú.
—Sí, tráeme una taza de café. Y tomaré beicon, huevos y tostadas.
—Sí. Enseguida.
Paula le sirvió lo que había pedido minutos más tarde, tras haberle hecho esperar el café. Pedro se sentía muy molesto y se le notaba. Se quejaba por todo, incluso sobre lo fuerte que estaba el café. Sin embargo, ella no dejó de mostrarse cortés y educada, aunque nada más.
Pedro se marchó sin mirar atrás. Y, tal y como Paula notó, sin dejarle una propina. Ella sonrió y siguió con su trabajo.
Aquella noche, llamó a Chicago y estuvo hablando con el señor Gonzalez y con Franco. Echaba de menos su casa, especialmente después de lo que había pasado con Pedro. Quería salir corriendo, pero no podía hacerlo.
El hecho de que alguien llamara a la puerta no la sorprendió. Había esperado que Pedro tratara de volver a hablar con ella después de horas. Ella le dejó pasar y frunció el ceño al ver que él traía una enorme caja y la dejaba encima del sofá.
— ¿Qué es eso?
—Algo para tí. Te voy a llevar a un baile benéfico mañana por la noche.
No lo iba a hacer, porque el señor Gonzalez iba a acudir con unos contratos urgentes al día siguiente por la tarde. No obstante, no podía darle todos los detalles.
Abrió la caja y palideció al ver el vestido que él le había comprado. Era de un llamativo color cereza, con lentejuelas y sin espalda, con una abertura muy larga a un lado. Era la clase de vestido que se compraría para una amante, pero no para la mujer por la que tenía sentimientos de cariño.
— ¿Estás tratando de darme un mensaje? —le preguntó, mirándolo.
Pedro la miró de la cabeza a los pies. Parecía muy cansada, como si su trabajo la estuviera matando. Se aseguró que no podía ser. Después de todo, sólo estaba sirviendo mesas. Desconocía lo que Paula hacía después de su horario de trabajo.
— ¿Te refieres al vestido? No es más que eso.
—Es un vestido muy caro. La clase de vestido que un hombre le compra a su amante para ir a bailar.
— ¿Acaso no era eso lo que eras hace seis años? — le preguntó con voz insolente. Lo que ella acababa de decirle le hacía sentirse incómodo.
—Hace seis años yo estaba enamorada de tí—replicó ella—. Por eso me acosté contigo.
—Tonterías. Te gustaba mi dinero, el lujo de mi apartamento y las cosas bonitas que yo te compraba.
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