Alicia se llevó la mano a la boca.
—Oh, no. Pobrecita. Bueno, no se preocupe. Nadie la va a molestar aquí. De eso me encargo yo.
Pedro le palmeó el hombro.
—Buena chica. Sabía que podría contar contigo.
Paula trató de sonreír.
—Gracias, Alicia.
El ama de llaves los siguió hasta la habitación de invitados y subió las persianas mientras Pedro dejaba los bultos de Paula al pie de la cama.
—¿Le apetece algo fresco de beber? —les preguntó Alicia con la mano en el pomo.
—Ahora no, Alicia. Ahora sólo quiero lavarme y descansar un rato.
—Bueno, si necesita algo, no dude en llamarme.
Un silencio embarazoso siguió a la partida de Alicia. Paula se negaba a mirar a Pedro a los ojos.
—Paula.
Sobresaltada, ella alzó la cabeza, pero no lo miró aún.
—No te sentirás mal, ¿Verdad? —le preguntó él, y su voz sonaba áspera, como si le costara hablar.
—¿Te importa realmente? —replicó ella.
Por un instante, se limitaron a mirarse mutuamente, y el aire se cargó entre ellos. Paula sentía una maraña de emociones demasiado complejas para analizarlas. Finalmente, Pedro replicó:
—Me voy a la oficina. Volveré más tarde.
Aquella conversación había tenido lugar hacía treinta minutos, y ella aún no se había lavado ni había descansado. Se dirigió a la ventana y miró al exterior, dispuesta a apartar de su mente todo pensamiento de Pedro. La tranquila belleza del paisaje, con los verdes prados y las construcciones del jardín, las cuadras y el granero, eran realmente un bálsamo para el alma. Se quedó un rato mirando a los caballos pastar y luego se volvió cansadamente. Si no se sentaba pronto, acabaría cayéndose al suelo. No recordaba haber sentido un agotamiento así nunca en su vida. Se tumbó en un lado de la cama y dejó escapar un largo suspiro. El decorado de la habitación, como el del resto de la casa, era lujoso, pero cálido. Su casa era bonita, pero no podía compararse con aquel lujo, y aquello no hizo sino enfatizar la diferencia entre la situación de Pedro y la de ella.
Suspiró otra vez y se arrellanó más en la cama, pero tuvo que levantarse inmediatamente al oír que llamaban.
—Señorita Chaves.
—¿Sí, Alicia?
—Siento molestarla, pero hay alguien que quiere verla. Una tal señorita McCall.
Sonriendo, Paula corrió a la puerta y la abrió.
—¿Dónde está?
—En el estudio.
—Gracias —dijo Paula muy cálidamente y se dirigió con paso rápido hacia allí.
Cuando llegó a la gran sala, vió a Laura encaramada en el brazo de un sillón, con sus ojos azules dilatados y llenos de incertidumbre.
—Laura McCall, eres la última persona del mundo a la que esperaba ver —dijo Paula, dándole un abrazo a su amiga.
Tras un momento, Laura retrocedió un paso y preguntó:
—¿Por qué? Nada más poner el contestador y oír tu mensaje, tenía que venir a comprobar directamente que te encontrabas bien.
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