—Pero no importa que te decepcione a tí, ¿verdad? —preguntó Pedro con una risa entrecortada.
—No lo has hecho. No podrías.
— ¡Por Dios bendito, Pau, no digas eso! —ordenó él—. Este no es el momento de hablar, tienes razón. Tengo un caso importante mañana y esto no podía haber ocurrido en peor momento. Tengo que irme, pero volveré en cuanto pueda.
—Muy bien. Lo comprendo.
—No, no lo comprendes. Y ahora no tengo tiempo de explicarte nada. Escucha, cariño, mis padres están en camino, así que te quedarás con ellos. Por lo menos sabré que alguien te está cuidando. Prométeme que no harás ninguna tontería, Pau.
—Te lo prometo.
Aún no sabía lo que iba a hacer, pero no sería una decisión rápida sino una decisión meditada.
Él la miró largo rato como si no supiera si creerla o no. Pero tenía que hacerlo.
—Tenemos que hablar, Pau.
— ¿Tenemos algo que decirnos?
—Más de lo que tú crees. Ojala no tuviera que dejarte así.
—Sé que tienes que irte y lo comprendo. No te preocupes por mí. Estoy cansada, creo que me voy a dormir —dijo cerrando los ojos y no dándole otra opción a Pedro que marcharse.
Pero no se fue inmediatamente. Esperó hasta que la respiración de Pau se hizo regular y fue a buscar al médico.
Cuando Pau se despertó era por la mañana. Se sentía magullada y herida pero esa sensación de insensibilidad la envolvía como una capa. Sacó las piernas de la cama y se alegró de no estar mareada cuando se levantó para ir al baño. El espejo le mostró las heridas superficiales, que desaparecerían con el tiempo. Las otras no desaparecerían nunca.
Mientras observaba su imagen Pau supo que tenía que irse y pensar. Tenía que irse a algún lugar tranquilo donde pudiera tomar una decisión. La más fácil ya la había tomado. Iba a dejar a Pedro.
Volvió a la habitación cuando el médico entraba.
—Ah, ya está levantada. ¿Cómo se encuentra? ¿Tiene dolor de cabeza o mareos?
El médico dejó que volviera a meterse en la cama y la examinó ligeramente.
—Me encuentro bien —dijo haciendo un gesto de dolor cuando tocó el golpe de la cabeza—. ¿Cuándo podré irme a casa?
— ¿Tiene prisa por dejarnos? —preguntó burlón—. Su marido está muy preocupado por usted, señora Alfonso.
—Lo sé. Ya le dije que no debía estarlo.
—Cree que está usted bajo los efectos del shock por haber perdido el niño y yo me inclino a creer lo mismo.
— ¿Porque no he llorado?
—Esa es la reacción normal.
—No tengo ganas de llorar. ¿Me convierte eso en anormal?
El médico se movió, incómodo.
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