Pedro se incorporó de un salto en la cama. El corazón le latía apresuradamente y tenía la boca seca. Por un momento había regresado al interior del llameante almacén, con la adrenalina corriéndole por las venas, sin poder respirar y con los ojos convertidos en alaridos de dolor. El fuego lo rodeaba por todas partes y, aunque había intentado gritar, ningún sonido le había surgido de la garganta. Se estaba asfixiando con un humo imaginario.
Entonces, de repente, se dió cuenta de que era un sueño. Miró a su alrededor y parpadeó varias veces para permitir que la realidad volviera a apoderarse de sus sentidos. No obstante, aquello tampoco hizo que se sintiera mejor. Notaba un gran peso sobre todo el cuerpo. Matías Paz estaba muerto.
Era martes, y no había salido de casa desde el día del entierro ni había contestado al teléfono; así que decidió que aquello debía cambiar. Tenía cosas que hacer, un negocio del que preocuparse, pequeños detalles que requerían su atención. Miró la hora y vio que eran las nueve de la mañana pasadas. Hacía una hora que tendría que estar trabajando.
Sin embargo, en lugar de levantarse, se dejó caer de espaldas, incapaz de reunir las fuerzas necesarias.
El miércoles, a media mañana, y vestido sólo con unos vaqueros, Pedro estaba sentado a la mesa de la cocina. Se había preparado unos huevos revueltos con beicon, y se había quedado contemplando el plato antes de decidirse y tirar el contenido a la basura. Llevaba dos días sin comer nada y tampoco podía ni quería dormir. No hablaba con nadie y había ido dejando que los mensajes se acumularan en el contestador automático.
Estaba convencido de que no se merecía nada de todo aquello, porque se trataba de cosas que proporcionaban placer o incluso una vía de escape. Eran para la gente que se las había ganado, no para alguien como él. Se sentía agotado. Había privado al cuerpo y a la mente de lo que necesitaban para sobrevivir y sabía que, si quisiera, sería capaz de seguir por aquel camino indefinidamente. Le resultaría fácil, una escapatoria como cualquier otra. Pedro negó con la cabeza. No. No podía ir tan lejos. Tampoco era digno de una salida así.
Se obligó a tragar un trozo de tostada. Su estómago no dejó de protestar, pero él se negó a comer más de lo estrictamente necesario. Era su manera de aceptar la verdad tal como la entendía: cada aguijonazo de hambre serviría para recordarle su culpa, el odio que sentía hacia su persona. Su mejor amigo había fallecido y él era el culpable. Igual que había sucedido con su padre.
La noche anterior, sentado en el porche, había intentado devolver a Matías a la vida; pero, extrañamente, el rostro de su amigo había quedado congelado en el tiempo. Pedro había podido ver su imagen; pero, a pesar de que lo había intentado, no había sido capaz de recordar qué aspecto tenía Matías cuando reía, bromeaba o le daba una palmada en la espalda. Su amigo estaba empezando a abandonarlo y pronto su cara desaparecería para siempre. Igual que había sucedido con su padre.
Pedro no había encendido las luces de la casa y en el porche reinaba la oscuridad. Permaneció entre las sombras mientras notaba que sus entrañas se petrificaban.
El jueves acudió al trabajo, despachó con los propietarios de la casa y tomó unas cuantas decisiones. Por suerte, sus operarios estaban delante en aquel momento y sabían lo suficiente para poder ejecutarlas sin que él estuviera presente. Una hora más tarde, Pedro apenas recordaba una palabra de la conversación.
El sábado por la mañana, temprano, después de que las pesadillas lo despertaran otra vez, se obligó a salir de la cama. Luego, enganchó el remolque a su camioneta y cargó en él la segadora, las podadoras y otras herramientas. Diez minutos más tarde, se encontraba ante la casa de Melisa. Ella apareció justo cuando él terminaba de descargar.
—Pasaba por aquí y me he fijado en que tu césped está un poco crecido —dijo Pedro sin apenas mirarla a la cara. Tras un momento de incómodo silencio, añadió—: ¿Cómo lo llevas?
—Bien —contestó ella, sin ninguna convicción. Tenía los ojos enrojecidos—. ¿Y tú?
Pedro tragó saliva y se encogió de hombros.
Durante las siguientes ocho horas estuvo trabajando sin parar hasta que el jardín adquirió el aspecto de haber recibido la visita de un ejército de jardineros profesionales. Por la tarde le llevaron un cargamento de pinaza, y él lo distribuyó cuidadosamente al pie de los árboles y en los parterres que rodeaban la casa. Mientras trabajaba hizo listas mentales de otras cosas que le quedaban por hacer. Luego cargó el remolque, se puso el cinturón de herramientas y arregló las tablas sueltas de la valla, impermeabilizó las juntas de tres ventanas, arregló la pantalla de una lámpara y cambió varias bombillas fundidas. Acto seguido, fue a la piscina, añadió cloro al agua, limpió los filtros, vació las papeleras y limpió la superficie del agua. No fue a ver a Melisa hasta que hubo terminado e, incluso entonces, no se entretuvo mucho rato.
—Aún quedan unas cuantas cosas por terminar —dijo mientras se despedía—. Mañana pasaré para ocuparme de ellas.
Al día siguiente trabajó como un poseso hasta la puesta de sol.
Los padres de Melssa se marcharon la semana siguiente, y Pedro llenó el vacío que dejaron. Tal como había hecho con Paula durante el verano, empezó a dejarse caer por casa de Melissa casi a diario. En un par de ocasiones llevó la cena —pizza y pollo frito—, y aunque todavía se sentía hasta cierto punto incómodo en compañía de la viuda de su amigo, sentía una especie de responsabilidad hacia los niños: necesitaban la figura de un padre.
Había llegado a esa conclusión a principios de semana, tras otra noche de insomnio a causa de las pesadillas, aunque la idea había nacido durante su estancia en el hospital. Sabía que no iba a poder sustituir a la figura de Mitch y tampoco lo pretendía, como tampoco impedir a Melisa que hiciera su vida. Si con el tiempo ella encontraba a alguien, él desaparecería de la escena con toda discreción. Entre tanto, estaría allí para ellos, haciendo las mismas cosas que su amigo habría hecho: cortar el césped, jugar a la pelota, llevar de pesca a los chicos, arreglar cosas de la casa. Lo que fuera.
Sabía lo que significa crecer sin un padre. Recordaba haber deseado que su madre tuviera alguien con quien hablar. Recordaba haber estado tumbado en la cama escuchando sus sollozos en la habitación contigua y lo difícil que había sido para él hablar con ella durante todo el año que siguió a la muerte de su padre. Cuando pensaba en aquel tiempo, se daba cuenta de cómo su infancia había quedado reducida a la nada.
Por la memoria de Matías, no estaba dispuesto a permitir que algo así les sucediese a sus hijos.
Estaba convencido de que a su amigo le habría gustado que lo hiciera así. Habían sido como hermanos, y los hermanos estaban para cuidar el uno del otro. Además, era el padrino de uno de los chicos y era su deber.
A Melisa no pareció importarle aquella actitud, ni tampoco le preguntó acerca de los motivos que tenía. Eso le dió a entender a Pedro que ella también entendía por qué era importante para él. Los hijos siempre habían sido la primera preocupación de Melisa, y en aquel momento, sin Matías, él estaba convencido de que ese sentimiento sólo podía haberse intensificado. Los chicos. Ellos, sin duda, lo necesitaban en aquel trance. En su mente, Pedro supo que no le cabía otra posibilidad. Una vez tomada la decisión, volvió a comer como antes y las pesadillas desaparecieron. Sabía lo que tenía que hacer.
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