Paula Chaves ya lo había destrozado emocionalmente una vez.
¿Qué diablos la llevaba a creer que iba a darle una segunda oportunidad para que lo repitiera?
Paula se detuvo y miró al hombre que subía hacia ella; a pesar de la descarga de adrenalina que la recorrió como una locomotora desbocada, trató de obligarse a exhibir un estado de objetividad serena.
Era alto, quizá un metro ochenta y cinco, con hombros anchos y abdominales estupendos; el torso perfecto se revelaba por debajo de la camiseta. Desde luego, el cuerpo le había cambiado... a mejor; pero el pelo, castaño con vetas doradas, y los ojos, almendrados con profundidades escondidas, eran los mismos.
Fuera lo que fuere lo que él pensara, quedó oculto por una expresión tan impersonal y neutral como la suya propia. Se preguntó si la reacción interna ante su inesperada presencia sería tan profunda como la suya. Apenas podía respirar. Siguió subiendo las escaleras y la ignoró como si no estuviera la rozó en el hombro, dejándola aturdida, temblando por dentro, pero continuó andando.
-¿Pedro? -llamó a su espalda-. Eres Pedro Alfonso, ¿verdad? -como si no pudiera reconocer al primer hombre con el que se había acostado.
-¿Y qué pasa con eso? -no se detuvo.
-Llevo una semana tratando de dar contigo - lo siguió de vuelta hasta el rellano, donde lo vio sacar unas llaves de los vaqueros. Tenía los ojos a la misma altura que su trasero, tan compacto y musculoso como el resto de su cuerpo, pero desvió la vista y continuó hablando, como si entre ellos jamás hubiera sucedido nada-. Te dejé mi tarjeta. Paula Chaves.
Él abrió la puerta y se volvió para mirarla.
-Sé quién eres, Paula. Tiré la tarjeta.
Experimentó una oleada de angustia, pero la enterró de inmediato. Era una Chaves, lo que significaba que tenía hierro en la médula. Su misión sería un éxito. Podía negociar cualquier cosa.
-¿Puedo pasar?
-Tengo trabajo.
No había cambiado. El adolescente más grosero del instituto se había convertido en un hombre grosero.
-Por favor. Es importante.
Suspiró y alzó las manos.
-De acuerdo -le dio la espalda y entró, dejando la puerta abierta-. Pasa y que sea rápido.
Paula no le dio la oportunidad de cambiar de parecer. Entró y cerró la puerta, en cuyo cristal se podía leer, en letras doradas,
Pedro Alfonso, Videografía.
La sala de techo alto y múltiples ventanas era una especie de estudio. Un telón adornaba una pared. Del techo colgaban varios focos. Un extremo del estudio estaba lleno de ordenadores. Ella supuso que le servían para la edición.
En el otro extremo, en un rincón, vio una cama con ruedas, con el edredón extendido por encima como si durmiera allí. Y en la pared cercana había un anaquel con pesas.
-Bien, ¿qué es tan importante, Paula, para que me persigas durante una semana entera?
Centró su atención en el hombre que se había convertido en un desconocido.
-Mi hermana, Delfina. Ella es tan importante.
-Muy bien, ¿qué le pasa?
Nunca había conocido a Delfina, de modo que era comprensible que quizá no la recordara. Dudó de que se mantuviera al corriente de la política o los políticos. Y aunque lo hiciera, no creyó que el senador Miguel Chaves figurara en su lista de gente a seguir.
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