sábado, 9 de mayo de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 60

— ¿Por qué? —preguntó ella, mientras se colocaba el sujetador y la camiseta.
—Quiero a mi hijo, Paula. Si te quedas embarazada, será mucho más posible que te quedes a mi lado.
—Entiendo —replicó ella con los ojos oscurecidos por el dolor.
—No, no lo entiendes, pero terminarás entendiéndolo. Mientras tanto, tú y yo podríamos conocernos un poco. Conocernos de verdad.
—Jamás hemos hablado...
—Eso ya lo sé. Los dos hemos cambiado mucho en seis años. Creo que podría ser una aventura. Si encima te quedas embarazada, será fantástico. Tú me perteneces —afirmó con gesto duro—. Eso no ha cambiado.
Paula no quería pensar en eso. Otro hijo la ataría por completo a él. Sin embargo, aún no comprendía los motivos. ¿La deseaba sólo a ella o quería a Franco y estaba dispuesto a tener al niño a su lado a cualquier precio? No podía confiar en él.
— ¿Te apetece una taza de café recién hecho? —le preguntó ella, notando que el que le había llevado se le había enfriado.
-Sí. Y un filete.
—Veré lo que puedo hacer.
—Paula...
Ella se dio la vuelta cuando ya tenía la mano sobre el pomo de la puerta. Pedro dudó. Apretó el puño contra el colchón y trató de imaginársela embarazada de Franco.
—Nada.
—Volveré enseguida —dijo ella. Entonces, se marchó rápidamente de la habitación.
Aquella noche, Paula se quedó con él. En el hospital, Ana y ella se habían ido turnando. Una dormía mientras la otra permanecía despierta por si Pedro necesitaba algo o empeoraba.
Poco antes del alba, Pedro se despertó gimiendo por el dolor que tenía en la espalda y en las piernas. Paula abrió los ojos inmediatamente y le acarició suavemente la frente para tranquilizarlo. Entonces, le dio un analgésico y un relajante muscular que el médico le había recetado con un poco de agua.
Pedro hizo un gesto de dolor insoportable y agarró con fuerza las sábanas.
—Lo siento, Pedro. Lo siento tanto...
Él abrió los ojos y vio el tormento en los de ella.
Extendió la mano y le acarició suavemente la mejilla casi maravillado, como si acabara de darse cuenta de la profundidad de los sentimientos que ella tenía hacia él.
Jamás se había parado a pensar lo vacía que había estado su vida sin ella. Paula conseguía que hasta el dolor resultara soportable.
—Ven aquí. Túmbate conmigo...
—Pero la espalda...
—No puede dolerme más de lo que ya me duele. Déjame abrazarte...
Paula dudó, pero, en su estado, no podía negarle nada. Se tumbó a su lado y dejó que la acurrucara contra su cuerpo por debajo de la sábana. Estaba desnudo, como dormía siempre, mientras que ella aún llevaba puestos los vaqueros y la camiseta de antes. Pedro moldeó el cuerpo de Paula  contra el suyo y suspiró.
—La seda de tu camiseta contra la piel desnuda resulta muy seductora, ¿lo sabías? Además, hueles a flores.
—Es mi perfume.
—Yo jamás... jamás he dormido con nadie —dijo él acariciándole suavemente el cabello—. He hecho el amor, pero jamás me he quedado con una mujer toda la noche. No he querido hacerlo.
—Lo recuerdo.
—Supongo que tú dormías con él, ¿no?
—No toda la noche. Teníamos dormitorios separados.
Sintió que Pedro se relajaba. Entonces, le besó suavemente la frente y le tomó la mano.
—Háblame de Franco. ¿Le gusta jugar al béisbol? ¿Cómo es?
—Es un niño en todo el sentido de la palabra. Le gusta jugar al fútbol, ver programas infantiles en televisión y que le lean libros. Es algo testarudo y tiene mucho genio cuando no sabe hacer algo bien a la primera. Le encantan los pasteles y el helado de chocolate, las visitas al zoo y los picnics.
— ¿Lo llevas tú?
—El señor Gimenez y yo. Resulta muy peligroso que los dos vayamos solos en Chicago.
—No me gusta la presencia constante de ese señor Gimenez, sea necesaria o no.
—Tú tampoco le caes muy simpático a él, pero os tendréis que acostumbrar el uno al otro si yo me quedo por aquí mucho tiempo. Es como si fuera parte de la familia.
— ¿Qué quieres decir con eso de si te quedas?
—Cuando puedas ponerte de pie, tal vez no me quieras aquí.
Pedro frunció el ceño. ¿Significaba eso que Pauladeseaba marcharse, que sólo estaba con él por pena?
Al ver que él no respondía, Paula dio por sentado que él estaba de acuerdo, que sólo la necesitaba mientras no pudiera valerse por sí mismo.
—Abrázame... —le dijo.
—No creo que así estés muy cómoda —comentó él—. Coloca la pierna entre las mías.
—No puedo. Te podría hacer daño en la espalda.
—No me harás daño. Hazlo.
Paula obedeció. Con mucho cuidado, colocó una larga pierna entre las de él y las obligó a separarse. Oyó que él contenía el aliento y, segundos más tarde, supo por qué.
—Ten cuidado de cómo te mueves —dijo él, riendo.
— ¿Eres tímido? —le provocó ella, moviendo deliberadamente la mano para que le rozara la parte inferior del cuerpo.
Pedro gruñó y se echó a temblar. Le agarró la mano y se la volvió a colocar encima del torso.
—Eres una bruja... Estate quieta.
—Podrías mostrarte algo más agradecido —replicó Paula con una sonrisa—. Ahora sabemos que no eres impotente.
—Ten en cuenta que no estoy en condiciones de demostrarlo.
—Sí. Estoy intentándolo.
— ¿Te entregarás a mí cuando pueda volver a ponerme de pie?
—Por supuesto que sí —respondió ella, sin dudarlo.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Te tomo la palabra. Ahora, apaga la luz, cielo. Vamos a intentar dormir un poco.
Paula apagó la luz y volvió a acomodarse contra él. Notó la boca de Pedro contra la suya un segundo antes de que volviera a cerrar los ojos.
—Esto es el paraíso —murmuró antes de quedarse dormido.
A pesar de que casi no lo oyó, Paula sonrió.

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