Ella se quedó mirándolo. Era una buena respuesta si solo se hubiesen limitado a volar cometas. Pero había habido algo más.
—¿Y a qué venía todo ese jugueteo?
Había decidido arriesgarse. Se quedó observándolo a la espera de alguna señal que le indicara que todo era producto de su imaginación. Pero no obtuvo ninguna.
—No lo sé —murmuró y frunció el ceño mientras se acercaba a ella— . Ha ocurrido así, como algo bonito y natural. No me parecía que estuviera mal.
Había sido bonito y había empezado como algo natural, pero no estaba bien.
—Esto es lo que va a ocurrir siempre. Incluso algo tan normal como volar una cometa puede convertirse en algo… Especial.
—Quizá solo para nosotros —dijo apartándole un mechón de pelo de la cara—. ¿Por qué no dejar que así sea?
—¿Cómo?
—Es lo que es, Paula. Podemos aceptar que entre nosotros hay atracción y seguir adelante.
—Haces que parezca muy sencillo.
—Estoy seguro de que no somos las primeras personas que sienten que entre ellos hay química.
Claro que para ella no era solo química. Su mente y su corazón estaban implicados, y eso complicaba las cosas.
—Lo que acaba de ocurrir con las cometas… Me siento a gusto contigo y simplemente ha ocurrido. De ahora en adelante, tendré cuidado para que no vuelva a pasar.
—¿Qué clase de amistad es esa si los dos vamos a estar continuamente cuidando las palabras y los hechos?
—La nuestra —dijo encogiéndose de hombros—. Vamos. Queda una hora para que tengamos que estar de vuelta. Vayamos a recoger las cometas y volvamos a ese café para seguir con la entrevista.
¿Acaso seguían creyéndose la excusa de la entrevista? Claro que las páginas de su libro servían como territorio neutral entre ambos, así que no era mala idea. Paula sacudió la cabeza. Era fácil creer en él. Estaba convencido de que aquello era una buena idea. Pedro parecía convencido de poder dejar de lado lo que estaba surgiendo entre ellos y tal vez fuera así. Pero ¿Podría hacerlo ella?
Paula estaba ante la mesa del hotel, releyendo el comienzo de una de las historias que estaba transcribiendo. Aquellas palabras parecían una profecía. Había conocido a Rosa McMahon siendo una anciana de los suburbios de Melbourne, pero Rosa que tenía ahora delante tenía quince años y corría descalza y libre por su casa de la isla de Man. Desde niña había puesto los ojos en Alberto McMahon, un muchacho idealizado por sus amigos y con el que soñaban las chicas. Era moreno, atrevido y con carisma. Se había enamorado perdidamente de Alberto, pero él se había alistado para ir a la Segunda Guerra Mundial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario