—¿Por que me has invitado a venir, Pedro? —preguntó ella, contemplando las llamas.
—Porque pensé que te vendría bien un cambio.
—¿Un cambio? Solo llevo un par de semanas en libertad.
—Pero sé que te gusta estar al aire libre.
—Si, es verdad. Detesto estar encerrada.
—Mañana iremos al arroyo. Baja por una de las laderas de la montaña y es muy bonito. En primavera, cuando se derrite la nieve de las cumbres, lleva tanta agua que puedes oírlo a un kilometro de distancia.
—¿La propiedad es muy grande?
—Tengo unas cinco hectáreas, más o menos. Dos alrededor de la casa y otras tres al otro lado de la carretera. No es demasiado, pero sirve para mantenerse lejos de los vecinos —respondió.
Paula se puso tensa y caminó hasta la ventana para echar un vistazo al exterior e intentar tranquilizarse. Sin embargo, fuera estaba tan oscuro que no pudo ver nada.
—No me importaría dar un paseo —dijo.
—¿Ahora? Ya es de noche…
—Bueno, me contentaría con salir al porche.
—Pero hace frio.
—Así disfrutaremos más del fuego cuando volvamos a entrar.
Paula tomó su chaqueta, se la puso y salió de la casa. La luz del interior iluminaba los alrededores cuando se apoyo en la barandilla. Pensó en todo lo que había sucedido y se pregunto como habría sido su vida si Sergio no hubiera muerto. Seguramente se habrían marchado de la ciudad, sobre todo al saber que estaba embarazada.
—Espero que estés bien, hija mía —murmuró.
Pensaba en ella todos los días. Y su angustia no había dejado de aumentar desde que había salido de la cárcel. Ahora era una mujer libre. Se había demostrado su inocencia y tenía base legal para presentar una demanda e intentar recuperar a su pequeña. Nada impedía que volvieran a estar juntas, que rieran, que prepararan perritos calientes en una cocina como la de Pedro, que cantaran canciones. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La vida había sido muy injusta con ella. Sabía que tenía que asumirlo y seguir adelante, pero era difícil. Unos minutos después, Pedro apareció a su lado. Estaba tan perdida en sus pensamientos que no lo había oído.
—Llevas mucho tiempo fuera. Deberías entrar.
—Entraré enseguida.
Pedro se acercó y la abrazó.
—No llores, Paula. Siento tanto lo sucedido…
Paula alzó la cabeza. Y antes de que supiera lo que estaba pasando, se besaron. Hacía muchos años que no la besaban. Sintió amargura y dolor, pero también un intenso placer que creía perdido. Fue como si de repente volviera a vivir. Las manos de Pedro no le hacían daño; simplemente, la acariciaban. Su cuerpo no era una amenaza; solo era fuerte y tranquilizador. Su boca no la denigraba: la trataba como si fuera el bien más valioso del mundo. Pero no tardó en volver a la realidad. Se estaban besando como un hombre y una mujer. Aquello no era una demostración de simple amistad. Se deseaban. Y cuando por fin se apartaron el uno del otro, se sintió más despierta que en ocho años. Más libre que nunca. Sin los miedos de siempre. Incluso tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido.
Ella lo miró y se estremeció.
—Hace frío. Volvamos dentro —dijo él.
—Si tienes frío después de ese beso, será que no has sentido lo mismo que yo — afirmó ella con humor.
—Yo diría que he sentido exactamente lo mismo. Pero se ha levantado viento…
Paula respiró a fondo y asintió.
—Esta bien. Entremos.
Pasó a su lado y se dirigió a la entrada de la casa. Tenía que encontrar algún tema de conversación, lo que fuera. Porque cuando estuvieran dentro, nada la defendería de sus besos.
Pedro cerró la puerta y la siguió al interior. No podía creer que la hubiera besado y que ella hubiera respondido con el mismo apasionamiento. La deseaba. Más de lo que había deseado a nadie en mucho tiempo. Pero debía tomárselo con calma; no quería arriesgarse a perderla. Ni siquiera sabía si Paula era capaz de mantener una relación con uno de los hombres que habían contribuido a enviarla a la cárcel.
—¿Te apetece un chocolate caliente? —preguntó.
De repente se sentía como si fuera un jovencito adolescente. Solo quería que Paula estuviera contenta. Pero no tuvo mucho éxito: ella se alejó en dirección a la chimenea y se cruzó de brazos, tensa.
—Si, un chocolate estaría bien.
—Entonces, vuelvo enseguida…
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