sábado, 9 de mayo de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 62

Se marchó sin decir nada más. Pedro apretó el puño y golpeó el colchón de pura impotencia. Paula no estaba dispuesta a ceder. Era dueña de sí misma y tenía una seguridad que lo ponía nervioso. En el pasado podría haberla hecho suplicar con sólo tocarla. En aquellos momentos, ella podía marcharse de él sin mirar atrás.
Sabía que ella lo deseaba, pero esperaba mucho más. Los años que había pasado sin ella habían sido un infierno de soledad y angustia. Incluso en aquellas circunstancias, era una bendición volver a tenerla a su lado. A ella y al hijo que le había dado.
Gruñó al recordar los años que se había pasado sin él. Una vez más, maldijo a su madre por lo que le había dicho. Habría sido capaz de arrojar a su madre de la casa, pero, desde su accidente, parecía otra mujer. Menos fría y menos arrogante. Desde que el niño estaba en la casa, reía. Era una mujer completamente diferente.
Consideró también el cambio que se había producido en Paula. Ella era todo lo que él deseaba. No podía consentir que volviera a marcharse. Tenía que mantenerla a su lado, tanto si su espalda sanaba como si no, porque ya no estaba seguro de que pudiera vivir sin ella.
Sin embargo, no estaba seguro de tener nada que ofrecerle. A pesar de la fisioterapia, casi no podía andar. Se maldijo y se juró que no sería jamás objeto de pena. Antes de eso, sería capaz de volarse los sesos. Como no estaba dispuesto a hacerlo para no perder a su hijo para siempre, decidió que tendría que volver a andar. No le quedaba otra salida.
Paula  se dirigió a la cocina, donde Franco,  la señora Alfonso y el señor Gimenez estaban preparando el desayuno.
—La cocinera tiene hoy el día libre —dijo Ana con una sonrisa—. Paula , ¿sabes hacer galletas?
—Por supuesto.
Se puso a trabajar mientras el señor Gimenez  freía beicon, Ana preparaba huevos revueltos y Franco colocaba las servilletas encima de la mesa.
— ¡Esto es muy divertido, mami! —exclamó Franco muy emocionado—. Esta señora dice que puedo jugar con los soldaditos de su hijo después de desayunar.
—Pedro solía tener unos de plomo —explicó Ana—. Están en una caja. Si no te importa, me pareció que Franco podría quedárselos.
— Claro que no —respondió ella. Entonces, siguiendo un impulso, le extendió a su hijo una servilleta y un tenedor—. ¿Te gustaría llevárselos a Pedro?
— ¿Al hombre de la cama?
-Sí.
—Muy bien —afirmó el niño, saliendo corriendo de la cocina.
Ana miró a Paula con gesto preocupado.
—Confía en mí —repuso Paula—. Todo va a salir bien.
—Ha dicho muy poco sobre Franco—comentó la mujer.
—Siente curiosidad por él —observó Paula—. Quiero que Franco conozca a su padre, Ana.
—Entonces, ¿se lo vas a decir?
—Sí. Tiene derecho a saber la verdad. No puedo negarle su familia y sus verdaderos antepasados.
Ana se mordió el labio. Paula vio una gran angustia reflejada en sus ojos oscuros. Algo la estaba atormentando.
El señor Gimenez, que siempre era muy sensible a los cambios de tensión, terminó de preparar el beicon.
—Tengo que ir a por gasolina —dijo—. ¿Estaran bien el niño y tú hasta que yo vuelva?
-Sí.
Inmediatamente, el señor Smith se marchó de la cocina, dejando solas a las dos mujeres.
— ¿Qué es lo que pasa? —Le preguntó Paula a Ana—. ¿Quieres hablar al respecto?
—Eres muy perspicaz —respondió Ana, retorciéndose las manos—, ¡Qué ironía que yo pueda hablar de mis problemas contigo, cuando yo soy la causa de la mayoría de los tuyos!
—Eso es ya pasado. Cuéntame.
Las dos mujeres se sentaron. Ana dudó durante un instante.
—Tengo que contarte por qué te obligué a marcharte —dijo—. Pedro no sabe nada de mi pasado. Jamás le he contado la verdad. Yo... Yo siempre creo que he hecho lo mejor con él, pero... Parte del problema de Pedro es que no cree en la fidelidad. Cree que su padre y yo estábamos profundamente enamorados, pero que su padre no podía serme fiel. ¡A mí no me importaban las aventuras de Horacio! Dios mío, ni siquiera podía soportar que me tocara y él lo sabía. Cuando murió, fue casi un alivio. Era un hombre sin escrúpulos, avaricioso y egoísta. Un seductor empedernido. Yo crecí rodeada de una terrible pobreza. Peor que la tuya. Mi madre se prostituía cuando estaba lo suficientemente sobria. Mi padre... Ni siquiera sé quién fue. Y tampoco estoy segura de que mi madre lo supiera. Me quedé embarazada a propósito del hijo de Horacio para que él tuviera que casarse conmigo. Era el mejor amigo del hombre del que yo estaba verdaderamente enamorada, pero mi soldado era un indio Crow y él vivía en una pobreza casi tan profunda como la mía. Se marchó a la guerra odiándome por lo que yo había hecho, por haberle traicionado con su amigo. Jamás le dije que me aterrorizaba ser pobre el resto de mi vida. Me casé por dinero y me lo gané. ¡Jamás amé a Horacio Alfonso! ¡Jamás! Su amigo era mi mundo. Una de las razones por las que me opuse a que Pedro estuviera contigo era por tu tío abuelo. No podía soportar los recuerdos y había personas en la reserva que aún recordaban lo que yo le hice al hombre que amaba, cómo lo traicioné por ser rica. Temía que Pedro se pasara en la reserva el tiempo suficiente como para enterarse de todo...
—Entiendo —susurró Paula. Sentía escalofríos por todo el cuerpo.
—Si tú te hubieras casado con Pedro, tu tío se habría convertido en parte de nuestra familia. Él... él conocía al hombre al que yo amé muy bien. Te evité porque te tenía miedo. Me aterraba que alguien pudiera recordar los días en los que yo solía ir a la reserva ante de casarme con Horacio...
—Yo jamás me imaginé...
—No se lo puedes decir a Pedro. Él no puede saberlo.
— ¿Por qué?
—Porque eso le dará una razón más para odiarme. Llevo viviendo toda mi vida con esta carga. Ya le he hecho mucho daño. ¡No podría soportar que él supiera lo de su abuela!
—Ana... ¿acaso no sabes que el amor lo perdona todo? No se deja de amar a la gente por sus carencias. Se los ama a pesar de ellas. El amor no es condicional. ¿Cómo es posible que hayas vivido tantos años sin comprenderlo?
— ¿De verdad crees que Pedro me perdonará? He cometido tantos errores.
— Podrías tratar de explicarle por qué lo hiciste. Creo que Pedro te sorprendería. Le podría suponer una gran diferencia saber cómo fue tu infancia y la verdadera razón de tu matrimonio. Ahora, anímate —añadió, levantándose para darle un beso a Ana en la mejilla— . ¿Por qué no terminas de preparar esos huevos mientras yo saco las galletas del horno?
Ana se sonrojó. Miró a Paula y sonrió.

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