domingo, 3 de mayo de 2015

Atrapada en este Amor: Capítulo 33

—Traté de hablar con Pedro, pero él no quiso escucharme.
Su madre no se lo permitió. Comprendo por qué quieres destruirla a ella, pero a mí me parece que ese Alfonso también es una víctima. Tiene un hijo de cinco años al que no conoce. Cuando lo descubra, si lo descubre algún día, es mejor que su madre y tú busquén un hoyo en el que esconderse.
Paula no se había parado a pensar en aquello. Trató de imaginarse cómo Pedro se sentiría y se dio cuenta de que el señor Gimenez tenía razón. La absorción iba a ser la menor de sus preocupaciones si Pedro se enteraba del embarazo que la había llevado directamente a los brazos de Juan Gonzalez. El hecho de que Juan hubiera adoptado legalmente a Franco iba a ser otro punto de la contienda.
—Es mejor que te lo pienses muy bien antes de seguir adelante —le aconsejó el señor Gimenez—. Si deseas tanto esa empresa, tómala. Sin embargo, es mejor que dejes en paz el pasado, a menos que quieras sacrificar también a Franco. ¿O acaso no crees que Alfonso se enfrentaría contigo cuando descubra que tiene un hijo?
Por supuesto que lo haría. Paula  palideció. Si llegaban a los tribunales y él demostraba su paternidad, existía una posibilidad de que pudiera arrebatarle al niño. Ana haría todo lo que estuviera en su mano para ayudarlo.
— ¿Y qué voy a hacer? —le preguntó al señor Gonzalez.
Él se acercó a ella y la miró con los ojos llenos de compasión.
—Marcharte mientras puedas.
—Lo he puesto todo en movimiento. No puedo detenerme ahora. Es demasiado tarde.
—Entonces, apártate hasta una distancia segura. Deja que el pasado muera.
Aquel pensamiento le provocaba náuseas. Su pasado era Pedro. Iba a tener que marcharse de Billings para regresar a una vida que no suponía más que la adquisición de poder y riqueza. Había sido suficiente cuando la venganza la había empujado, pero después de escuchar las palabras del señor Gimenez, le parecía que le esperaba un enorme vacío, sólo con Franco para poder mantenerse cuerda.
—Veo que te he disgustado. Lo siento —susurró el señor Gimenez, acariciándole suavemente el cabello, algo que raramente hacía—. Pau, no quiero ver cómo te destruyen. Has subestimado a Alfonso desde el principio. Él no es ningún estúpido. Márchate.
—Muy bien. Puedo utilizar los poderes para obligarle a cedernos esos minerales, amenazarle con la absorción y llevarla a cabo si tengo que hacerlo, pero dejaré a Myrna en paz.
—Buena chica. Las personas pagan sus errores. Si se hace sufrir a alguien, se termina sufriendo tarde o temprano.
— ¿Termina alguna vez el sufrimiento? —se preguntó Paula, recordando el amor que sentía hacia Pedro y sabiendo que él no la amaba a ella.
—No lo sé —replicó el señor Gimenez. Entonces, se levantó y se dirigió a la puerta—. Creo que no. Come un poco más. Estás perdiendo peso.
—Estoy cansada —admitió ella—. Dos trabajos al mismo tiempo podrían dejar a la mayoría de la gente en los huesos.
—Podrías dejar el restaurante.
— ¿Y quedarme sin el salario mínimo? ¡Ni hablar!
El señor Gimenez se echó a reír.
—Muy bien. Ya no te daré más consejos. Me mantendré en contacto.
—Gracias, señor Gimenez.
—Tú eres la única familia que tengo —respondió él, encogiéndose de hombros—. Tengo que cuidarte.
Cuando él se marchó, Paula tuvo que reprimir las lágrimas. El señor Gimenez la apreciaba mucho. Ésa era la única razón por la que ella no le había quitado la palabra cuando él le señaló la locura que estaba a punto de llevar a cabo.
Cerró la puerta y regresó al salón. El estómago se le había hecho un nudo al darse cuenta de las consecuencias que podría sufrir por lo que iba a haber hecho. No podía arriesgarse a perder a Franco. Pedro  podía ser muy cruel. No le importaba dar golpes bajos. Ana se lo había enseñado a hacer.
Al recordar que Ana ni siquiera sabía de la existencia de Franco, comenzó a tranquilizarse. En el peor de los casos, siempre podía marcharse del país. No tenía que preocuparse de la custodia mientras tuviera medios económicos para defenderse y así era. Juan se había ocupado de ello.
Sonrió aliviada. Había sufrido un ataque de pánico. No había razón para preocuparse. Todo saldría bien.
Estuvo trabajando gran parte de la noche. Al día siguiente, llamó a casa para hablar con Franco y se metió en la cama muy tarde, aunque casi no pudo dormir.
El domingo, se despertó casi a mediodía. En Chicago llevaba con frecuencia a Franco a la iglesia, pero no había asistido a ninguna misa desde que llegó a Billings. Le resultaba turbador entrar en una iglesia cuando estaba pensando sólo en vengarse.
Estaba terminando de peinarse cuando oyó que alguien llamaba a la puerta trasera. Se quedó completamente inmóvil, preguntándose si podía negarse a abrir. Cuando insistieron, tuvo que ir a abrir a pesar de que ya sabía de quién se trataba.
—Es domingo —dijo Pedro con un gesto de crueldad en los labios—. No vas a la iglesia —añadió. Evidentemente, él sí que había estado porque iba muy elegantemente vestido con su sombrero vaquero y botas.
— ¿No está tu madre contigo?
—No. La mandé a casa con una de sus amigas. ¿No me vas a ofrecer una taza de café? —le preguntó con un gesto de pura malicia.
—Café es lo único que tengo —replicó con voz firme, a pesar de que las rodillas le temblaban—. Entra.
Pedro  tomó asiento mientras ella se ponía a preparar el café. Al final, puso dos tazas en la mesa.
— ¿Estás buscando algo? —preguntó, al ver que Pedro no dejaba de mirar a su alrededor.
—En realidad no. Eres una buena ama de casa. Siempre lo fuiste. Gladys te enseñó bien.
—También me enseñó cómo cocinar. Pareces muy cansado —dijo ella, tras mirarle más atentamente al rostro.
—No puedo dormir —respondió él con una amarga sonrisa—. No hago más que pensar en ti.
—No es más que deseo —afirmó ella, apretando los dientes—. Nada más. Ya lo sabes.
Pedro lanzó un suspiro. Entonces, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.

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