Estaba convencido de que Paula sería de ayuda. Levantó la vista hacia las ventanas de la habitación de invitados con envidia. Le encantaría poder dormir como ella, sin preocupaciones. La había invitado a pasar allí la noche. Su coche estaba al otro lado del río y en el pueblo no había ningún sitio donde pudiera quedarse. Se imaginaba que tendría que volver a casa para recoger algunas cosas antes de irse a vivir con ellos. Le encantaba que hubiera cambiado de opinión. Iba a empezar a trabajar en la clínica del pueblo a la semana siguiente y, si no hubiera solucionado el tema, Valentina habría tenido que irse con los padres de Ivana de nuevo. Eso sería como volver a empezar de cero con ella. La marea estaba baja, así que descendió por los escalones del porche y bajó hasta la playa. No se alejó mucho de la casa. Las luces de la cocina tenían que servirle de guía para poder regresar. Valentina había cambiado mucho durante los últimos años. Cuando él se fue, ella empezaba el colegio. Recordó lo grande que le quedaba el uniforme ese año. Los padres de Ivana la llevaban a que lo viera los días de visita. Había cambiado mucho durante esos años, pero no de manera lenta y progresiva, sino más bien a golpes. Sonrió al recordar cuando fue a verlo y le anunció orgullosa que se le había caído el primer diente.
–¡Mira, papá! Mi lengua tiene una ventanita –le dijo la niña entonces.
Con el tiempo, las visitas habían sido menos frecuentes. Los abuelos de la niña le mandaban notas de vez en cuando para decirle que esos encuentros eran demasiado dolorosos para Valentina. Creían que la niña necesitaba tener una vida normal, tanto como fuese posible. Y, desde su punto de vista, tener que ir a ver a su padre en la cárcel, al otro lado de los barrotes e intentando parecer feliz, no era normal. Lo cierto era que tampoco era normal para él. Tomó unas cuantas piedras y se concentró en tirarlas al río. El agua dejó de reflejar las estrellas y se enturbió. Siguió tirando piedras hasta que comenzó a amanecer y los pensamientos que le dolían se quedaron en el fondo del río, con las piedras.
Paula podía verlo en la playa. Sólo era una figura oscura, levemente alumbrada por las luces de la cocina. No pudo evitar pensar en cuánto habría sufrido ese hombre para acabar siendo la persona que era en la actualidad. Era doloroso pensar en ello. Pero sabía que tendría que enfrentarse con todas esas cuestiones tarde o temprano, porque estaba segura de que no podría ayudar a Valentina sin ayudar antes a su padre. Su experiencia le había enseñado que muchas veces eran los padres los que tenían que cambiar y no los hijos. Se alejó de la ventana y volvió a la cama. Las sábanas aún estaban calientes y no le costó meterse en ellas y comenzar a pensar en su futuro. Pedro parecía querer que empezara tan pronto como le fuera posible. Ahora que estaba allí y tenía en el coche una maleta con todo lo necesario para vivir una semana, le pareció que lo mejor sería quedarse, sobre todo porque ya había comenzado a establecer una buena relación con la niña. Hubiera sido una pena marcharse tan pronto.
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