–Si nos quedamos aquí, terminaremos ahogándonos –susurró.
Paula dejó que la condujera hasta la playa, pero una vez allí, se separó de él, se secó con tanta firmeza que estuvo a punto de arrancarse la piel y se puso la camisa.
–¿El cabrestante funciona o tenemos que subir andando otra vez?
Pedro la miró con los ojos entrecerrados.
–Funciona. Déjame enseñártelo.
La ayudó a subirse sobre una pequeña plataforma, le mostró cuál era la palanca que tenía que empujar y retrocedió.
–Yo subiré andando. Así tendremos tiempo para respirar. Ambos lo necesitamos.
Tenía razón. Por supuesto que tenía razón. Cuando llegó arriba, Paula corrió a buscar la cámara de fotos. Era una especie de protección. Si pudiera recordarlo, y recordarse a sí misma, que estaba allí por un motivo profesional, quizá pudiera aliviar la peligrosa tensión que los embargaba. Pero no pudo, por supuesto. No era fácil engañar a su cuerpo. De hecho, temblaba de tal manera que apenas podía sostener la cámara cuando se acercó al borde del acantilado para encontrarse con Pedro. Este subía lentamente. Parecía increíblemente cansado. Casi derrotado. Paula no pudo soportarlo. Susurró su nombre suavemente. Pedro alzó la cabeza y la miró a los ojos con expresión incrédula. Tomó una fotografía en un acto reflejo. Después, muy lentamente, dejó la cámara en el suelo y caminó hacia él. Pedro se detuvo en seco, mirándola muy serio. Paula tragó saliva. Y comenzó a desabrocharse la camisa. Después, por supuesto, no todo fue romanticismo. La realidad de sus cuerpos sudorosos y cubiertos de polvo no era nada comparada con la vergüenza que experimentaba Paula. ¡Prácticamente se había abalanzado sobre él! ¡Después de que Pedro le hubiera dicho que él no se tomaba el sexo a la ligera! Y lo peor era que él la miraba como si quisiera decirle algo. Pero ¿Qué? ¿Una disculpa, quizá? En cuanto tuvo ocasión, Paula se metió en su dormitorio y cerró la puerta con firmeza. Sabía que Pedro no invadiría su privacidad. Y se alegraba de ello. Pero tampoco estaba en la terraza aquella noche. La música estaba sonando, como siempre, y la barbacoa preparada. Había vasos en la mesa de mármol. Pero Pedro no estaba. Paula lo llamó. Pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamarlo. Creyó oír algo al final del jardín. Seguro que estaba jugando con ella, se dijo. Los sentimientos de ella fluctuaban de forma espectacular. Y decidió que el más seguro de ellos era el enfado. De manera que, con los labios apretados, fue a buscarlo. Descubrió una puerta en la pared que hasta entonces no había visto. La abrió y preguntó:
–¿Pedro? –pero no parecía tan enfadada y confiada como pretendía.
Titiló una luz. Entrecerró los ojos. Cuando Pedro salió hacia ella en medio de la oscuridad, Paula contuvo la respiración.
–¿Te he asustado? Lo siento. El gas está más bajo de lo que pensaba y Jorge no ha dejado otra bombona, como le pedí. Pensé que a lo mejor la había dejado en el garaje, pero no está. Me temo que esta noche nos quedaremos sin electricidad. Aunque el tocadiscos y la radio funcionan con pilas, la luz y el agua caliente lo hacen con gas.
–Estupendo –dijo Paula, con una voz más ronca de lo que pretendía.
Mientras se acercaban a la terraza, vieron que las luces temblaban.
–Ya se ha ido –comentó Pedro resignado.
Le pasó el brazo por los hombros. En la oscuridad, Paula sentía su cuerpo como una roca sólida.
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