lunes, 17 de junio de 2019

Recuerdos: Capítulo 64

La luna se alzó sobre los pinos. Pedro detuvo su caballo y miró a lo lejos. En lugar de dirigirse a casa, tras abandonar la casa de Francisco, había ensillado su caballo y había cabalgado en la puesta de sol. Normalmente, un paseo como ése calmaba sus desasosiegos. Pero ese día no. Cuando había llevado a Paula al rancho, se dió cuenta de que buscaba algo desesperadamente, pero no sabía cómo llamarlo. Cuando al final supo el nombre, se quedó aturdido. Él había querido algo más que las apasionadas respuestas de su cuerpo; había querido que le amara. Y cuando había conseguido su amor, no sabía qué hacer con él. El dolor que sintió casi le dejó sin respiración. No podía pedirle que se casara con él. Eso estaba fuera de toda duda. Ella no pertenecía a aquel lugar, no importaba lo que Paula dijera. ¿Sería capaz de dejarla marchar? No lo sabía. Sinceramente no lo sabía.



La casa estaba vacía sin Pedro. Paula había pasado la mayor parte del día con Diana. Habían visitado a una amiga de Diana que quería vender un brazalete de plata del año 1930. No dejó escapar esa oportunidad para comprarlo, entusiasmada por su buena suerte. Incluso en esos momentos, mientras estaba echada en el sofá esperando a Pedro, miró el brazalete de nuevo. Estaba deseando llamar a Laura. Aunque de momento tenía que concentrarse en Pedro. Esa situación entre ambos tenía que acabar. Ella necesitaba saber qué les depararía el futuro; o al menos si tenían algún futuro.

Cuando, una semana antes, se confesaron su amor, Paula había tenido la esperanza de que podrían empezar a trabajar juntos para hacerse un futuro. Sabía que no sería fácil, pero motivados por el amor, todo era posible. Algunas veces él se desprendía de su careta tosca y permitía que viera un Pedro diferente, alegre y hablador. Una persona totalmente distinta al extraño malhumorado que con tanta frialdad la había rechazado aquel día en el avión. De pronto recordó lo ocurrido el día anterior, y sonrió. Pedro había insistido en que ella aprendiese a montar a caballo. Aunque ella protestó, él permaneció inflexible. Tras varios intentos sin éxito, al final consiguió aprender la técnica de dirigir a la dócil yegua. Pedro y ella dieron un paseo por los prados y se pararon en el estanque para que los caballos bebieran cuando ocurrió. Él  ya había desmontado y estaba dirigiendo a su caballo al árbol más cercano mientras observaba a Paula bajo el ala de su sombrero.

—Creo que Mandy ya ha bebido bastante —dijo Pedro.

Paula se giró y le miró sonriendo.

—¡Qué va! —dijo acariciando el costado de la yegua—. ¿No ves que tiene sed?

—No importa. No es bueno dejarles beber demasiado tan deprisa.

—Oh, de acuerdo —dijo Paula tirando de las riendas—. Pero a mí me parece un castigo cruel y extraño.

—Es un castigo cruel y extraño si no…

—¡Oh, Dios mío! —gritó Paula asustada—. ¿Qué está haciendo? ¿Qué está pasando?

El caballo no había hecho caso de los tirones que estaba dando Paula de las riendas y estaba entrando más y más en el agua.

—¡No! ¡Para! —gritó, tirando con más fuerza de las correas de piel.

El grito de pánico de Paula fue ignorado. La yegua se dió la vuelta y sin ceremonias las arrojó al agua.

—¡Oh! —se lamentó Paula.

Se puso de pie, sintiendo cómo sus zapatillas se hundían en el barro y luchando por mantener el equilibrio. Pedro se quedó de pie, mirándola con los brazos cruzados.

—Es un agradable día para bañarse —dijo sonriendo.

—No te atrevas a reírte de mí —dijo Stephanie apoyando las manos en las caderas.

—Si pudieras verte…

—No quiero verme. Sé que debo estar horrible, gracias a tí y a ese… caballo — dijo lanzando a Mandy una mirada mordaz—. ¿Por qué lo ha hecho? —preguntó extendiendo la mano hacia Pedro para que la ayudara a salir—. Yo no le hecho nada.

Pedro se rió.

—No te ofendas. Es su forma de decirte lo mucho que le gustas.

—Seguro —dijo mirando de reojo a la yegua.

Los ojos de Pedro se movieron sobre su cuerpo, y ella se dió cuenta de que la camisa mojada marcaba sus pechos y pezones. Paula se acaloró. Pedro se aclaró la garganta.

—Podríamos tumbarnos.

—¿Aquí? —dijo sintiendo de pronto las piernas flácidas.

—¿Por qué no?

Paula miró alrededor y se dio cuenta de lo escondidos que estaban.

—No… por nada.

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