Sacando fuerzas de flaqueza, lo miró con cierta arrogancia, rezando para que ese esfuerzo ocultara lo desgraciada que se sentía.
—Su… Supongo que estoy despedida. —«Es mejor así», se decía a sí misma. «Perderé la oportunidad de mi vida, es cierto, pero, me libraré para siempre de Pedro Alfonso».
Pero su enemigo se limitó a apoyar descuidadamente la mano sobre el respaldo de la silla que tenía más cerca y hacer un gesto señalando la puerta, con una actitud que de puro condescendiente resultaba insultante.
—Que duerma usted bien, señorita Chaves.
—¿Estoy despedida? —Paula no se había sentido tan desconcertada en su vida.
—¿Es eso lo que sus jefes suelen decirle cuando la despiden? — replicó Pedro irónicamente.
—Nunca en mi vida me han despedido —declaró Paula, indignada.
—Muy bien —continuó Pedro tras una pausa que solo sirvió para ponerla más nerviosa—. Entenderá entonces que desearle buenas noches no es una forma de despido… Lo que ocurre es que, en el fondo, desea usted ser despedida, ¿Verdad, señorita Chaves?
Pero ella estaba tan turbada que ni siquiera sabía cuáles eran sus auténticos deseos… Aunque tenía que admitir que salir de aquella casa haría, instantáneamente, que su vida fuera más sencilla. Desesperada, pugnó por articular una respuesta que resultara medianamente sensata. Después de lo que le pareció una eternidad, Pedro repitió:
—Buenas noches, señorita Chaves. Yo no le voy a poner las cosas fáciles, es cierto, pero usted podrá marcharse cuando quiera —añadió, mordaz—. Ya tiene experiencia en eso.
Si a Paula se le había pasado por la cabeza en algún momento renunciar a aquel trabajo, las últimas palabras de Pedro hicieron que se reafirmara en su idea de quedarse aunque la casa se pusiera a arder. ¿Cómo se atrevía a decirle semejantes cosas? Con solo la décima parte de insultos de los que ella había tenido que oír, cualquier persona se sentiría legitimada para marcharse con la cabeza bien alta. Por desgracia, sabía que Pedro siempre podría echarle en cara que faltó una vez a su palabra, aquello era algo contra lo que no podía hacer nada.
—Muy bien, tiene todo el derecho del mundo a dudar de mí —dijo a su imagen reflejada en el espejo cuando, a la mañana siguiente, se preparaba para otro duro día de trabajo—, pero que ni se le ocurra pensar que eso me convierte en una víctima propiciatoria —murmuró, furiosa, mientras se hacía un moño.
Sorprendida, se dió cuenta de que había elegido un atuendo que casaba perfectamente con su estado de ánimo: Unos simples vaqueros, la más sencilla de las sudaderas y unas zapatillas de deporte. Pasaba completamente desapercibida, y eso era lo único que deseaba.
—Basta de lamentos —se animó—, es hora de empezar a trabajar.
Aunque apenas eran las seis y media de la mañana, le daba la sensación de que era mucho más tarde, pues casi no había podido dormir en toda la noche.
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