—¿Por qué seré tan patosa? —se preguntó, en voz alta.
—¿Acaso importa? No parece que eso afecte a su exitosa carrera.
Paula miró a su espalda. No se sentía adulada. Su guerra privada no había terminado. Receló de ese cumplido.
—¿Exitosa?
—Si cuenta con el señor de la Court entre sus clientes, es señal de éxito.
—¿Lo conoce?
—Tenemos muchas cosas en común. Compartimos ideas y visiones. Si él utiliza sus servicios, puede que yo también los necesite.
—Debería ser menos arrogante —espetó Paula, dolida.
Pero Pedro seguía su propio razonamiento y no prestó atención a sus palabras.
—Parece que existe un problema en el despacho de Londres, pero no sé de que se trata. ¿Cree que podría ocuparse?
Paula estaba tentada de decir una serie de cosas de las que más tarde se habría arrepentido. Pero Roy la estaba enseñando a ser prudente.
—Eso depende —dijo.
—Una buena respuesta —sonrió Pedro—. Ni falsas promesas ni compromisos.
—Quiero decir que depende del problema —puntualizó sin enojo—. Lo he visto todo, desde un problema geriátrico hasta un director con tendencias homicidas. Puedo hacer sugerencias sobre nuevos productos. Pero no tengo la cura para la obsesión.
—Eso no será un problema —explicó—. No tenemos director en el despacho de Londres.
—Es una broma, ¿Verdad?
—¡Claro que no! —gritó él con fingido enojo—. Estamos en el siglo veintiuno, señorita Chaves. La era digital. Llegamos a cualquier parte del mundo con solo apretar un botón. Los directores son un anacronismo. ¿Está usted interesada?
—Bueno —dudó Paula—, tenemos muchos clientes en este momento.
—Yo creía que no —replicó él, exultante.
Paula lo miró fijamente.
—Pero reconozco que sería todo un reto. Déjeme comprobar mi agenda y le daré una cita —Paula buscó su cartera debajo de la silla y sacó la agenda—. ¿Qué día le vendría bien?
Era una bravuconada, desde luego. Nunca creyó que la tomaría en serio, ¿O sí?
Tres días más tarde todavía se hacía esa misma pregunta. Alfonso y Asociados tenía un pequeño y atestado despacho en un edificio de finales del dieciocho en Mayfair. Todas las sillas estaban cubiertas con periódicos y revistas. No había un solo sitio libre para sentarse. Los teléfonos no dejaban de sonar. El surtidor del agua estaba goteando y la máquina de café parecía a punto de explotar. Los empleados corrían de un lado a otro, gritando consignas incomprensibles. La chica al cargo de semejante caos estaba de pie, en el umbral de una puerta, aguantando el chaparrón.
—Genial —susurró Paula.
Tomó una pila de revistas de estilo y la dejó en el suelo. Se sentó a esperar en el hueco libre del sofá, pero se levantó de un salto. Se había sentado sobre un paraguas. Dos de los ganchos que sujetaban la tela se habían soltado y se habían enredado en su falda gris. Comprobó, mientras trataba de soltarse, que el paraguas seguía mojado.
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