Ella pidió un vaso de vino blanco y él un whisky solo y un plato de patatas fritas. Paula agarró al camarero por un brazo y, con una gran sonrisa, le pidió también que trajera un poco de salsa. El camarero enrojeció.
—Lo siento, no era esto lo que había pensado.
Ella se encogió de hombros.
—Da igual. Tengo tanta hambre que podría comerme una patata cruda.
—Lo siento, pero creo que eso sólo lo sirven en el restaurante.
—Vaya, y lo he dejado escapar sólo por jugar limpio —dijo ella con una enorme sonrisa.
—¿Juego limpio? ¿Un abogado?
—Claro que sí.
—¿Siempre sigues las normas?
—Si es posible... Sin normas todo es un caos, y eso no lo llevo muy bien.
—Así que viniste a este mundo para poner orden.
Ella se enderezó en su asiento, dejó caer la cabeza a un lado y sus ojos se iluminaron.
—Desde luego.
Pedro volvió a quedar impresionado por la luz que desprendía su rostro. Con sólo sacar el tema adecuado, se animaba y se llenaba de vivacidad, a veces a su pesar. Si de verdad iba a cambiar su vida, a recuperar su antiguo deseo de devorar la vida, le gustaba la idea de que Paula participase en aquella transformación.
—¿Y tú? ¿Para qué crees que viniste al mundo? —dijo ella.
Pedro se repitió la pregunta a sí mismo. La respuesta debía haber sido fácil. Tenía muchas pasiones en su vida: El deporte, su familia, pero ninguna parecía tan noble como poner orden en el caos. Antes de que le diera tiempo a responder, el camarero llegó con sus bebidas y su comida, reservando la salsa de Paula para el final y ofreciéndosela como delicadeza. Así que Pedro no era el único hipnotizado por los encantos de ella.
—¿Entonces? —preguntó Paula antes de morder la punta de una patata cubierta de salsa. Sus ojos eran tan azules como el cielo en un día de verano y cuando sonreía, podía volver loco a cualquiera. Lo que le pasaba al camarero no era nada extraño.
—He venido al mundo... Para invitarte a una suntuosa cena que nunca olvidarás.
Con el rabillo del ojo vio que el camarero aún estaba allí. Pedro le pagó y le indicó inclinando levemente la cabeza que podía retirarse.
—Tengo algunas preguntas —dijo Paula, sintiendo que era el momento de volver a temas profesionales.
—Tengo treinta años, mido un metro y noventa centímetros, mi color favorito es el... —Pedro alargó la mano y le tomó un mechón de pelo—. ¿Qué color es éste?
Ella le quitó el mechón de la mano.
—Me refiero a nuestro proyecto.
—¡Oh! —dijo él. como si lo entendiera de repente—. De acuerdo, dispara.
—¿Por qué pasar de una prometida a otra, y ahora de una esposa a otra del modo en que lo haces? ¿Por qué no te conformas con salir con ellas? ¿Por qué meterse en los problemas que suponen el compromiso y el matrimonio?
Su sonrisa desapareció un momento, y cuando volvió a aparecer, no era la misma. ¿Podía decirlo en serio?
—Porque quiero tener una mujer, niños y todo lo que eso supone.
Se suponía que con esa pregunta, él tenía que haberse sentido intimidado, y no ella con la respuesta. Le pareció estar delante de algo nuevo y sintió que había algo frágil en su conversación, que tendría que ir con cuidado o la burbuja se rompería. Aquello era diferente; era real.
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