Paula y Brenda compraron en media hora más de lo que ella podía imaginarse. En Manhattan ir de compras era algo serio, pero Brenda quería hacerlo rápido. La mortificaba recibir ayuda y si iba a recibirla, quería que pasara lo más rápido posible. Cuatro pares de vaqueros, camisetas, un chubasquero, un abrigo. Paula rastreó la tienda, Brenda apenas toleró probarse ropa, pagó con el dinero que Pedro le había dado y con eso terminaron.
–Jamás debería haber aceptado esto –susurró Brenda al dirigirse al parque–. Odio aceptar caridad.
–Es mucho más difícil recibir que dar –le respondió Paula abrazándola–. Dar te hace sentir genial, así que eso es lo que estás haciendo con esto. Haciendo que Pedro se sienta genial.
–Él no...
Y entonces doblaron una esquina y lo vieron. Pero vieron a un Pedro diferente. Las dos se detuvieron de golpe, asombradas. Él estaba en mitad de un grupo de mamás, niños y abuelas, una de las cuales estaba sentada en el suelo acolchado con Anna en brazos. La niña prácticamente tenía la cara hundida en el helado y la abuela estaba haciéndole monerías y carantoñas que se oían por todas partes. Había dos columpios ocupados por Isabella y otra niña que parecía ser la nieta de la mujer que tenía a Camila. Pedro estaba detrás de los columpios empujando muy suavemente y delante se encontraba Nicolás sujetando dos helados. Tenía que empujar a la perfección porque si lo hacía demasiado flojo, las niñas no alcanzarían a relamer sus helados y si lo hacía demasiado fuerte, las lenguas de las pequeñas actuarían como un bate y le arrebatarían a Nicolás los helados de un plumazo. Éste sujetaba los helados como si le fuera la vida en ello y la concentración de las niñas era absoluta. La mitad de la población del centro comercial parecía haberse paralizado, en trance. Las animaba, se reía y aprovechaba para quitarle un poco de helado a su hermana. Volvía a ser un niño. Paula y Brenda se agarraron la una a la otra.
–¿Lo ves? Has hecho que Pedro se sienta genial.
-Tú sí que eres genial –le dijo Brenda con voz temblorosa–. Has hecho que esto sea posible.
–Tonterías –respondió Paula intentando no emocionarse–. No ha hecho falta que yo haga nada. Hay tipos que están un poco ciegos, pero una vez que ven... Pedro es genial.
–Sí que lo es –suspiró Brenda–. ¿Y vas a quedarte con él seis meses?
Su deducción era obvia y Paula se sonrojó.
–No es tan maravilloso –le contestó y sonrió–. A nosotras no nos ha comprado un helado y un verdadero héroe debería haber pensado en todo.
Héroe a regañadientes o no, había hecho feliz a Brenda y la pequeña familia, sentada en la parte trasera del todoterreno, no paró de sonreír durante el trayecto de vuelta a la granja. Sin embargo, Pedro parecía muy tenso y Paula pensó «¿Me despedirá en cuanto nos vayamos de casa de Brenda?». Pero entonces recordó que dos días atrás había querido irse y ahora la idea de marcharse resultaba espantosa. Los parámetros habían cambiado. Dos días atrás le había preocupado marcharse porque necesitaba ese trabajo para su carrera y no quería que su familia pensara que había fracasado. No quería volver a los Estados Unidos con el rabo entre las piernas. Ahora, sin embargo, no quería marcharse porque... ¿Por Brenda? ¿Por Nicolás? ¿O por Pedro? Porque lo había visto maravilloso empujando los columpios de las niñas y porque había hecho sonreír a un centro comercial entero.
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