-¿Y por que has decidido venir a casa? -preguntó Alejandra de pie junto a la puerta principal de la vieja casa de estilo gótico de los Chaves, junto a la iglesia Episcopal.
En una mano llevaba una pala, y en la otra dos macetas de rosas blancas.
-Pensé que sería lo mejor -contestó Paula, un escalón más abajo-. Los niños volvieron a su casa ayer.
-Ah, así que sus padres han vuelto de... ¿De dónde era?
-De Sanjestan.
-Sí, ya me acuerdo. Siempre quise ir allí. Tienen los lagos más preciosos del mundo, o eso dicen. Así que los niños volvieron ayer a Myrtle Street, ¿No?
-Sí.
-¿Y los echas de menos?
-Sí.
-Dios, qué charlatana te has vuelto.
-Sí... es decir, no.
-Tengo que ir al cementerio, amor. Es el aniversario del señor Chase.
-¿Del señor Chase?
-El padre de Delfina. Y no me preguntes quién es Delfina o te llevo al médico.
-¡Mamá! ¡Ya sé quién es! Es mi hermana mayor. Es médico, y se casó con Nicolás. Se casaron.
-Ah, esa palabra resulta peligrosa, ¿Verdad? Vamos, nena, hoy tengo mucho que hacer.
Alejandra bajó los escalones, le dió los tiestos a su hija y, tomándola de la mano, se encaminó hacia el pequeño cementerio separado de la iglesia por una verja de hierro y una fila de viejos olmos. La señora Bethel, la viuda del antiguo pastor, trataba de abrir la puerta.
-Alejandra, justo la persona a la que estaba buscando. No puedo abrir esta verja.
-Yo lo haré -dijo Paula.
-Debe de ser maravilloso tener hijos -suspiró la señora Bethel-. Roberto y yo siempre quisimos tenerlos, pero jamás tuvimos ninguno.
-Pero tuvisteis una congregación completa, Teresa. Paula, la señora Bethel tocó el órgano el día de mi boda con tu padre. Justo aquí, en esta iglesia.
-Debió de ser maravillosa, mamá. Yo.... y si la señora Bethel... es decir... imagínate que alguien quiere casarse, y que necesita que alguien toque...
-Otra vez esa palabra -dijo Alejandra-. Casarse. Estoy segura de que encontraríamos a alguien para tocar el órgano en una ocasión así. ¿Verdad, Teresa?
-El domingo pasado tuvimos tres bodas, Alejandra. Y todas resultaron maravillosas.
Ambas se volvieron hacia Paula. Ella las miró confusa, Pedro le había dicho dos cosas muy perturbadoras. La primera, que «mantuviera el secreto». Y la segunda, que quería «una boda tranquila, pequeña». Pero no estaba de acuerdo con ninguna de las dos cosas.
-Creo que mi hija y yo vamos a tener una charla -dijo Alejandra-. ¿Nos disculpas, Teresa?
En cuestión de segundos Alejandra se llevó a Paula hasta la tumba de los Chase.
-Planta esos tiestos a los lados de la lápida.
Paula obedeció y leyó la inscripción.
-¿Coronel Enrique Chase?
-El padre de Delfina -respondió Alejandra-. Mi primer marido.
-Pero yo pensé que Delfina era...
-Mi hija adoptiva, cariño. Los Chase eran una familia bastante alocada. Luego conocí a tu padre y nos casamos, y nos convertimos en Chaves. Ya no soy tan fuerte como antes -añadió sentándose en el banco más próximo-. Ven a sentarte conmigo, tenemos que hablar.
Paula obedeció cautelosa. Siempre se mostraba cautelosa cuando un mayor de la familia le decía que tenían que hablar. Y ese era uno de esos momentos. Por mucho que Pedro le hubiera pedido que mantuviera la boca cerrada, estaba a un par de kilómetros, y su madre tenía que saberlo.
-¿Y de qué tenemos que hablar? .
-¿Cruzas los dedos? ¿Es una costumbre de los Alfonso? -preguntó su madre observando sus manos sobre el regazo.
-Él dice que... -Paula hizo una pausa para lamerse los labios, secos de pronto.
-¿Él? -preguntó su madre cruzándose de brazos y mirándola complacida.
-Pedro.
-¿Y qué es lo que dice Pedro?
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