lunes, 14 de enero de 2019

Rendición: Capítulo 66

Se contuvo para no tomarla entre sus brazos.

–Hola, Paula.

–Vete a casa –dijo ella sin andarse con rodeos–. Sé la promesa que le hiciste a mi madre. No te necesito. Eres libre.

Cuando ella iba a cerrar, Pedro adelantó el pie para impedírselo.

–He venido desde muy lejos para hablar contigo.

–¿Y tengo que darte las gracias?

–Déjame entrar, Paula, por favor.

Paula se sentía a punto de derrumbarse. Llevaba semanas soñando con Pedro, recordando cada momento con él. Verlo allí, en carne y hueso, le provocaba un terremoto de emociones contradictorias. Al final, su deseo de tenerlo cerca venció.

–De acuerdo. Entra, pero no soy muy buena compañía.

Pedro entró y, sin poder contenerse más, la abrazó.

–Lo siento, Paula, lo siento mucho.

Sin palabras Pedro le estaba ofreciendo la oportunidad de desahogarse y llorar en el hombro de un hombre fuerte. Pero ella no podía permitírselo. Había derramado mares de lágrimas en las últimas horas. Sin embargo, no podía caer en la tentación de creer que su relación podía ser algo duradero y sólido. Lo que Paula necesitaba no era su compasión. Podía enfrentarse sola a la muerte de su madre. Se sentía preparada para ello.

–Estoy bien, Pedro –aseguró ella y lo apartó, posando las manos en el pecho de él–. Sabía que esto iba a pasar. Mi madre murió en paz. Estaba lista para irse.

Pedro se cruzó de brazos, observándola con intensidad.

–No tienes por qué hacerte la fuerte delante de mí.

–Esta noche será el velatorio –dijo ella, encogiéndose de hombros–. Puedes venir.

–¿Y luego?

–Luego, te vas.

–No tengo reserva en ningún hotel.

–Puedes dormir en tu jet.

–Había pensado en quedarme unos días contigo.

–No –negó ella, poniéndose rígida–. No necesito tu compasión. Estoy bien.

–No lo parece.

–Qué halagador.

–Eres la mujer más provocadora y poco complaciente que he tenido la desgracia de conocer.

–Siento no estar a la altura de tu amada Daniela –le espetó ella, cruzándose de brazos–. No todas las mujeres somos perfectas.

Pedro dió tres pasos hacia ella y se detuvo en seco, con el rostro contraído por el dolor.

–Ya no me acuerdo de su rostro –dijo él en voz baja y atormentada–. Me deshice de todas sus fotos, porque no podía soportar mirarlas.

–No es problema mío –replicó ella, aunque se sentía como si le estuvieran clavando miles de puñales en el corazón–. ¿Puedes irte ya? Tengo cosas que hacer –le espetó con un nudo en la garganta.

–No tengo ni una foto tuya. Aun así, no ha pasado un día en que no pensara en tí. No quería acordarme de tí, pero no podía evitarlo. Dormido o despierto, trabajando o sin hacer nada… siempre estabas tú en mi cabeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario