–Estoy enferma –dijo Paula en voz baja, adivinando que había hecho el viaje en balde. Pedro Alfonso no era la clase de hombre que se dejaba manipular por los encantos femeninos, pensó.
Él la miró con desconfianza.
–¿Es una broma? Me siento como si estuviéramos representando una obra de teatro de la que no conozco el guión.
–La verdad es que me intimidas bastante. ¿No se supone que los médicos son atentos y comprensivos? –preguntó ella, lanzándole una sensual sonrisa.
–No estamos en la cama, Paula. Sigue hablando –insistió él–. Explícate.
–Es verdad –susurró ella, estremeciéndose por el modo en que él había pronunciado la palabra cama–. Estoy enferma. Por eso, necesito que seas mi novio.
Quizá, él se dió cuenta de lo cerca que Paula estaba de derrumbarse, pues habló con voz suave.
–Empieza por el principio. No te juzgaré y no te interrumpiré, lo prometo. Quiero ayudarte, Paula. Puedes confiar en mí.
La habitación se quedó, de pronto, en completo silencio. Sintiéndose sofocada, Paula quiso abrir la ventana y dejar entrar aire fresco, junto con los sonidos del bosque. Pero se contuvo. De acuerdo, pensó. Si él quería que empezara por el primer capítulo, lo complacería.
–Llevé a mi madre al Amazonas hace unos meses. Le han diagnosticado cáncer avanzado de mama y yo quería que hiciéramos juntas un último viaje.
–Lo siento –apuntó, observándola con atención.
–Ella está preparada para morir –aseguró ella, moviendo la mano como para quitarle importancia.
–¿Y tú?
Con un nudo en la garganta, Paula se quedó callada unos segundos.
–Lo intento. Hemos pasado casi toda mi vida solas las dos, así que me cuesta imaginarme sin ella.
–En algún sitio, leí que fue tu madre quien te llevó a hacer anuncios cuando eras una niña. ¿Es verdad?
–Sí. La mayoría de la gente cree que fue por el dinero… ya que mi padre nos abandonó.
–¿Y no fue así?
–El dinero era importante, lo sé. Pero creo que fue su manera de darme salidas en la vida. Mi madre no tenía muchos recursos, pero un primo suyo trabajaba en la industria del cine y ella le pidió que nos echara una mano.
–¿La culpas por eso?
Paula rió, sorprendida por su pregunta.
–Claro que no. Me encantaban los focos desde el principio, los aplausos, el público. Al actuar, me sentía valorada.
–Pero no has ido a la universidad, ¿Verdad? Trabajas desde muy joven.
¿Acaso la estaba criticando?, se preguntó Paula. ¿O era ella quien estaba demasiado susceptible?
–He hecho dos películas al año desde que tengo catorce. Poreso, mi educación terminó de forma abrupta cuando acabé el instituto. Además, no era buena estudiante, así que no fue una gran pérdida. Y hago mucho dinero con mi trabajo. Licenciarme habría sido una pérdida de tiempo.
–¿Estás tratando de convencerme a mí o a tí misma?
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