—¿Y fue magnífico? ¿Casi magnífico? ¿O realmente magnífico? Cuéntame todos los detalles.
—«Magnífico» no es la palabra que yo utilizaría —espectacular, estremecedor, enloquecedor... Sacudió la cabeza y miró el reloj—. Tengo que salir ya si no quiero llegar tarde. Aunque en realidad no sé ni para que voy. No tengo una sola oportunidad—. Le mordí, Zai.
—Vas a ir, Pau, porque tú no renuncias a nada tan fácilmente. Quizá, sólo quizá, a Pedro Alfonso le guste que le muerda una mujer atractiva. Supongo que por algo lo llaman El Salvaje.
Y quizá, sólo quizá, algún médico ingenioso inventara algún día una pastilla que permitiera comer sin engordar, se dijo Paula con ironía.
—Tengo que decirle que sus tartas se venden extremadamente bien en nuestros restaurantes —le decía una hora después Diego Black—. Estamos muy contentos con usted.
—Gracias —Paula sonrió a aquel hombre de corta estatura y de pelo naranja.
Él le devolvió la sonrisa, consiguiendo aplacar los nervios de la joven. Quizá no estuviera todo perdido.Seguramente, si pretendiera mandarla a paseo, podría haberlo hecho durante los quince minutos que llevaban ya reunidos. Sin embargo, se estaba mostrando amable y complaciente. Ni siquiera había hecho una mueca de desagrado durante las tres veces que habían tenido que interrumpir la conversación por culpa su teléfono móvil. Que, por cierto, volvió a sonar una cuarta vez. Sonrió con gesto de disculpa y sacó el teléfono del bolso.
—Paula, no consigo encontrar las mandarinas —aulló Jimena—. He mirado en el armario de la fruta fresca. Hay manzanas, mangos y limones, pero ni una sola mandarina. ¿Qué vamos hacer...?
—Están en la tercera balda de la despensa. En el segundo cajón, al lado de las pinas.
—Gracias, jefa.
No había vuelto a guardar el teléfono en el bolso cuando sonó otra vez.
—¿Sí?
—¡Nos estamos quedando sin azúcar! El cajón del azúcar está...
—A las doce llegarán unos diez, kilos, mas.. Relájate, Jimena.
—Que me relaje, ¡Ja! Yo no puedo trabajar bajo esta presión, Pau. Lo sabes.
—Sólo llevas a cargo de la cocina treinta y tres minutos...
—Ése es exactamente el problema. Yo no soy la supervisora. Soy una artista. Tú eres la que coordinas todos los asuntos de la cocina y yo ayudo a crear cada una de las tartas —se interrumpió para tomar aire—. No puedo respirar, estoy agobiada, Paula.
—Volveré dentro de una hora. Intenta conservar la calma hasta entonces —desconectó el teléfono—. Lo siento —le dijo a Diego—. Normalmente, soy yo la que supervisa toda la producción y mi ayudante está un poco alborotada en mi ausencia. Ése es uno de los inconvenientes de ser la única propietaria.
—No se preocupe. Es comprensible que no puedan arreglárselas sin usted. Yo diría que es precisamente su toque personal el que hace que las tartas sean tan buenas.
Paula sonrió. Qué tipo tan amable, con un tono de voz agradable, aunque quizá un poco tenso. Como Winnie the Pooh con unas cuantas dosis de cafeína. Ojalá hubiera respondido a la descripción de su prometido que le había hecho a su madre. Aquél era el hombre menos amenazador para su cordura que había conocido en su vida. Desgraciadamente, no sólo hablaba como Winnie, sino que también se parecía a él. Era lo más diferente a Pedro Alfonso que se podía ser. Y no era que ella estuviera pensando en Alfonsp. Claro que no. Aunque tenía que reconocer que no había sido capaz de pensar en otra cosa durante toda la noche. En el contacto de sus manos sobre su piel, en aquella sonrisa que le aceleraba el pulso...
—¿Señorita Chaves?
—Eh, ¿Sí? —Paula sacudió la cabeza, intentando concentrarse en Diego.
—Estaba diciendo que estamos muy contentos con el éxito de sus tartas, especialmente con la de chocolate y cerezas. Es todo un éxito.
—Gracias —sonrió—. La llamamos Chocolate Cherry Cha Cha. Es la que mejor se vende —mientras Diego leía su propuesta, Paula aprovechó para recorrer la habitación con la mirada.
Craso error, porque el hombre del Neanderthal la miraba desde todas y cada una de las paredes. Estaba completamente rodeada. Lo vió con un enorme babero y devorando costillas, con el rostro flanqueado por dos camisetas de algodón con el logotipo de Wild Man Ribs sobre dos pares de exuberantes senos. Lo vió sudoroso y cansado, en el banquillo de un campo de fútbol, bebiendo un conocido refresco deportivo... Y lo vió con un sujetador en la cabeza y otro en la mano.Algunas de aquellas fotografías le hicieron sonreír. Otras sacudir la cabeza con desprecio. Y sólo una consiguió que su corazón dejara de latir unos instantes. Era una de las más antiguas, una fotografía en blanco y negro que le habían hecho cuando todavía jugaba al fútbol. Pedro Alfonso aparecía caminando bajo la lluvia, en un campo de fútbol, con el uniforme pegado al cuerpo y una extraña expresión en el rostro. No estaba posando para la cámara. Era simplemente él, con el rostro serio. Volvía a ser Batman otra vez. Era él. ¡Oh, no!
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