Se detuvo y apretó los labios.
—¿Lío? ¿Qué tipo de lío?
Pero ella no respondió. Al final dijo:
—Mira, ha sido un error involuntario. Me siento como una idiota y debo haberlo parecido.
No, había parecido... memorable. Pedro no creía poder olvidar a Paula Chaves nadando desnuda por su estudio mientras viviera, pero se imaginaba que ella no querría oírlo.
Paula se mordió el labio.
—De verdad que quiero hacer este trabajo. Por favor, no uses contra mí lo que he hecho.
—No lo uso contra tí —dijo él con aspereza—. Pero no puedes quedarte.
—Pero le dijiste a Sonia...
—No —la corrigió él—. Sonia me lo dijo a mí. Siempre me está diciendo lo que tengo que hacer y normalmente me entra por un oído y me sale por el otro, pero a veces le doy la razón.
—Pues esta vez no deberías habérsela dado —dijo Paula con cierta acidez.
—¡Nunca creía que te enviaría!
—Bueno, pues lo ha hecho. Me aseguró que estabas de acuerdo y que me dejarías trabajar durante dos meses. No es para tanto.
—¡Claro que es para tanto!
Ella lo miró aturdida.
—¿Por qué?
La inocencia de su pregunta lo detuvo en seco.
—Porque... porque... Porque no quería una asistente como ella, una ingenua de Iowa, por Dios bendito.
Nueva York era un lugar duro y una persona necesitaba ser sofisticada para sobrevivir. A Paula se la comerían a los pocos minutos.
—No funcionará —fue todo lo que dijo.
—¿Crees que no puedo hacerlo? Crees que soy una incompetente.
Pedro frunció el ceño.
—¡No, no es eso! Estoy seguro de que eres muy competente y...
—¡Lo soy!
—Y que podrías ser una buena asistente.
—¡Lo seré!
—¡Pero yo no quiero una asistente!
—Necesitas a una —intervino Eliana.
Tanto Pedro como Paula se volvieron al unísono para mirar a la mujer mayor sentada tras la mesa de recepción. Ella esbozó un leve asentimiento hacia Paula y una sonrisa benigna hacia Pedro.
—¡Claro que necesitas una!
—Tengo a... ¿Cómo se llama? —casi nunca conseguía recordar sus nombres porque no duraban lo bastante como para que se los aprendiera—. Andrea.
—Y ya sabes lo fiable que es.
Andrea y sus antecesoras aparecían en todas las formas, tamaños y colores. Y también llegaban de forma invariable con aros en la nariz, pelo de punta, mallas negras y muy poco cerebro. Y Pedro pensó que a Paula la recordaría durante bastante tiempo.
—Vamos a necesitar a alguien de confianza —le recordó Eliana—, porque yo me voy con Gabriela la próxima semana.
Pedro frunció el ceño. No quería pensar en aquello. Él confiaba en Eliana para todo su negocio. Ella dirigía el estudio, mantenía a raya a los representantes de publicidad, trataba con las agencias, el servicio de hostelería y la legión de mensajeros que llamaban al timbre en mitad de su trabajo. Se había quedado alucinado cuando le había dicho que estaría fuera un mes.
—¿Un mes?
Nunca se había tomado más de una semana seguida en los diez años que llevaba con él.
—Un mes —dijo ella con firmeza—. Por lo menos. Necesito ayudar a Gabriela con los bebés.
Después de quince años de matrimonio sin hijos, la hija de Eliana, Gabriela, había tenido la desconsideración de elegir ese verano para tener trillizos.
—¿Tres? —había preguntado Pedro alucinado cuando Eliana se lo había contado—. ¿Qué problema hay con uno sólo?
—Aceptaremos todos los que lleguen —había dicho Eliana entusiasmada.
Estaba por las nubes con la idea de irse a North Carolina a ayudar a su hija con los bebés. De hecho, apenas podía esperar. Pedro había sido incapaz de decir que no. Sabía que ella dejaría el trabajo si lo hacía, así que había aceptado aunque le parecía que se había vuelto loco al hacerlo.
—Busca a alguien que ocupe tu puesto —le había dicho por fin el día anterior, cuando ella le había preguntado si tenía a alguien en mente.
—Creo que Paula lo hará bien —dijo Eliana ahora.
—¿Qué? —prácticamente gritó Pedro.
Pero Eliana sólo sonrió con su cara radiante de futura abuela.
—Parece sensata y responsable. Y si tu hermana confía en ella...
—Mi hermana...
—Es buena en juzgar el carácter de la gente —afirmó Eliana con firmeza—. Si no te quiere como ayudante, puedes ser mi sustituta —le dijo a Paula antes de mirar de nuevo a Pedro—. ¿La quieres?
¡Menuda desafortunada elección de palabras!Gibson sentía la lengua trabada. ¡No, maldita sea! No la quería. No la quería ver en su estudio todos los días, ni siquiera en la sala de recepción. Y no sólo porque su cuerpo tenía una reacción inconveniente hacia ella.Pero sabía que estaba atrapado. Sonia proponía y Eliana disponía. Y a él lo habían pillado en el medio.Pero quería dejar una cosa clara. Se dió la vuelta hacia Paula.
—¡No me haré responsable de tí!
Ella lo miró asombrada.
—¡Por supuesto que no!
Pedro alzó un dedo señalándola.
—¡Ni te sacaré de líos ni protegeré tu inocencia de ninguna manera!
—Nunca he pedido...
Él agitó el dedo en el aire para dar más énfasis.
—Sólo quiero dejarlo claro. Si te quedas, será por tu propia cuenta.
—¡Desde luego! —aceptó ella antes de preguntar de forma casi beligerante—. ¿Hay algo más?
Él se dió la vuelta con brusquedad.
—¡Sí! ¡Desde ahora ya te puedes dejar la maldita ropa puesta!
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