—Si no te hubieras casado, no tendrías a Bella. Y claro que nada de esto estaría pasando.
Paula le sonrió a su pesar.
—Ya, tienes razón.
De pronto, Pedro se sintió harto de todo. De la niña, de su deseo reprimido, de su lengua atada.
—Tengo que trabajar un rato en las cuentas de Roberto. ¿Por qué no comemos juntos en la universidad mañana?
—Bueno —dijo Paula sin ánimo.
No hizo ningún intento de besarlo y Pedro se marchó con un nudo en el estómago. Si Isabella la obligaba a elegir, no habría ninguna duda. Y él la perdería de nuevo. En la oficina, se esforzó en comprender las sutilezas del programa. Tres horas más tarde, lo había logrado cuando sonó el teléfono. Esperaba que fuera Paula, pero la voz femenina era desconocida:
—Quisiera hablar con Pedro Alfonso.
—Soy yo.
—Señor Alfonso, le llamo del hospital. Tengo su nombre como pariente más próximo de Roberto Withrod, ¿Es correcto?
Antes de protestar, Pedro recordó las palabras de Roberto, «eres como un hijo para mí» y asintió:
—Sí, ¿Ha pasado algo?
—El señor Withrod ha tenido un ataque al corazón. Está en cuidados intensivos y va bien, aunque no lo sabremos hasta mañana.
—Voy ahora mismo —Pedro soltó el teléfono y corrió al coche.
Tras firmar varios papeles en el hospital, consiguió llegar hasta la cama de Roberto, con los nervios destrozados. Al verlo pensó que su amigo se había consumido, tan frágil y blanco parecía. Su segundo pensamiento fue simple y desolador: pensó que lo quería y que nunca se lo había hecho saber. Había una silla junto a la cama. Se sentó, vacío, con los ojos clavados en el rostro exhausto del hombre, y tomó su mano, que reposaba pasivamente sobre la manta. Con toda su fuerza mental, rogó a Roberto que viviera. Por su bien y por el de él. Estuvo mucho tiempo allí. Las enfermeras iban y venían y perdió la noción del tiempo, inmerso en sus recuerdos de su amigo, su alegría de vivir, su incansable y leal afecto a lo largo de los años. Y no dejó de lamentarse por no haberle dicho nunca lo que sentía. Hacia las cuatro de la mañana fue a su casa a ducharse y comer un sándwich, y volvió al hospital. Los monitores lanzaban luces misteriosas y dibujaban siniestras líneas ilegibles mientras Sam seguía igual, inmóvil como un muerto. Por la mañana los médicos entraron y le pidieron que saliera. Salió al pasillo, mareado de cansancio y recordó que había quedado con Paula para comer. Tenía que llamarla.
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