lunes, 28 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 26

Pedro bajó por la Via De Benci hacia el Arno. La luz era dorada y el cielo de un azul sin nubes. Había pocos sitios donde prefiriera estar más que en Florencia en una soleada tarde de diciembre, sobre todo porque en unos minutos vería a Paula. Esa noche iba a hacer el amor con ella; estaba cansado de despertarse en mitad de la noche, de ir a abrazarla y de no encontrarla a su lado; de sentirse frustrado por todas partes. Ya había aguantado bastante. Además, si se la llevaba a la cama, estaba seguro de que echaría abajo las barreras detrás de las que ella se escondía; incluso estaba seguro de que le haría cambiar de opinión con respecto al tema de la fidelidad.

La enorme puerta de roble del museo chirrió cuando Pedro la empujó para entrar. Accedió a un vestíbulo fresco de altos techos, lleno de maniquíes sorprendentemente reales luciendo desde pesadas armaduras hasta los diáfanos vestidos que Botticelli había diseñado en su época. Después de pagar el importe de la entrada, paseó por las distintas salas buscando a Paula con la mirada. En las salas había grupos de turistas y de estudiantes de Bellas Artes con sus caballetes y cuadernos, pero la mujer que estaba buscando no se encontraba allí, pensaba con un nudo de inquietud en el estómago. ¿Habría cedido a sus miedos y habría decidido no ir? Volvería al vestíbulo y esperaría allí hasta que se presentara; porque estaba seguro de que lo haría.

Al darse la vuelta para salir, se fijó en la figura de una mujer subida sobre un pedestal. Sus ojos brillaban de tal modo que parecía como si estuviera viva, pensaba mientras se daba la vuelta. Sus pasos fallaron imperceptiblemente. ¡Estaba viva! Y la cara de la mujer era la de Paula. Se había movido ligeramente. Por eso se había fijado en ella. Con un esfuerzo sobrehumano, se retiró hasta quedar oculto a la vista de ella tras una gruesa columna. Se apoyó contra ella, deseoso de echarse a reír. Ya sabía por qué había elegido que se encontraran en aquel museo. De nuevo le estaba poniendo a prueba y lo estaba haciendo con un sentido del humor muy peculiar. ¿Por qué ir a esperarlo a la puerta como cualquier otro turista? Habría sido una manera de hacer las cosas demasiado previsible para Paula. Pero si ella podía jugar, él también. Se acercó a uno de los estudiantes de arte y se dirigió a él en italiano.

 —¿Querrían hacerme un favor, tú y tus amigos? ¿Les importaría pasar unos minutos dibujando uno de los vestidos que hay en la sala de al lado? Es el de la mujer con el vestido largo de color verde... Les pagaré bien.

Los estudiantes, a quienes parecía hacerles falta comer caliente, intercambiaron unas palabras en italiano. Entonces el hombre de la barba se guardó el fajo de billetes que le había dado Pedro.


Pedro se marchó. Pero en diez minutos, juzgando que era suficiente tiempo para haber hecho sufrir a Paula, estaba de vuelta en la sala. Por un momento se quedó en la puerta, observando la escena con placer. El sol del ocaso se filtraba por las ventanas y las motas de polvo que flotaban en el aire se posaban en silencio sobre la silenciosa colección de caballeros medievales y sus señoras. Los vestidos de las mujeres brillaban como joyas. Pero la cara de ella, vió con repentina preocupación, estaba pálida como la cera. Cuando, guiado por esa inquietud,  salió de entre las sombras, Paula se tambaleó ligeramente. Tenía los ojos vidriosos. Pedro se abrió paso rápidamente entre el grupo de estudiantes y saltó a la plataforma donde estaba ella. En el mismo momento en que ella agachaba la cabeza y se caía hacia delante, él la agarró entre sus brazos. Su frente pegó contra el hombro de él; que notó que ella estaba sin fuerzas, como una muñeca de trapo. Maldijo para sus adentros por haberla dejado posar tanto tiempo, mientras la sentaba en la plataforma y la obligaba con suavidad a colocar la cabeza entre las piernas. Se arrodilló a su lado y le habló con una ternura que no conocía en él.

—No tengas prisa... Te has desmayado.

 Ella emitió un leve gemido de angustia.

—¿Pedro? —susurró—. ¿Eres tú?

—Sí, estoy aquí... No me voy a marchar.

—Yo... De pronto todo empezó a dar vueltas, y después no sé qué ha pasado...

—Ha sido culpa mía —dijo Pedro—. No debería haberte dejado posar tanto tiempo.

Ella lo empujó un poco.

—Necesito tumbarme.

Él le colocó un brazo debajo de las rodillas, otro en la espalda y la levantó en brazos con un sólo movimiento.

 —Voy a por la limusina ahora mismo —miró al estudiante de la barba—. Grazie.

—¡Pedro, bájame!

—No —dijo él—. Me siento como un canalla. Tienes que dejarme que te compense por ello.

En el vestíbulo, le pidió a la recepcionista que llamara al conductor de la limusina que siempre alquilaba cuando estaba en Florencia y cuyo estacionamiento no estaba lejos del Ponte Vecchio.

—Dígale que se dé prisa —dijo Pedro.

 La joven hizo rápidamente lo que él le pedía.

 —¿Está bien la señora?

—Se ha desmayado... Hace mucho calor en las habitaciones —añadió, casi seguro de que estaba bien—. ¿La conoce?

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