domingo, 27 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 20

Matías Paz estaba apoyado contra la camioneta de Pedro cuando lo vió salir del cementerio. Tenía en la mano un par de latas de cerveza unidas por un plástico, el resto de un paquete de seis que había empezado la noche anterior. Desprendió una y se la lanzó a Pedro cuando se le acercó. Éste, cuyos pensamientos seguían anclados en el pasado, la atrapó en el aire, sorprendido por la presencia de su amigo.

—Creía que estabas fuera por lo de la boda —le dijo.

—Lo estaba, pero regresamos ayer por la noche.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Nada. Sólo que supuse que a esta hora te apetecería una cerveza —contestó Matías con toda naturalidad.

Con un metro noventa y unos ochenta kilos de peso, Matías era más alto y delgado que Pedro.

Estaba prácticamente calvo —de hecho, había empezado a perder el pelo a los veinte— y usaba unas gafas de montura metálica que le daban aspecto de contable o de ingeniero, aunque lo cierto era que trabajaba en la ferretería de su padre. Todos los que lo conocían lo consideraban un genio de la mecánica, porque era capaz de reparar cualquier cosa, desde una máquina corta césped hasta una excavadora, y sus dedos estaban permanentemente manchados de grasa. Al contrario que Pedro, había ido a la Universidad de Carolina del Este. Allí, antes de regresar a Edenton, había estudiado Administración de Empresas y conocido a una licenciada en Psicología de Rocky Mount llamada Melisa Kindle.

En aquellos momentos, llevaban doce años casados y tenían cuatro hijos, todos varones. Pedro había sido testigo en la boda y era el padrino del chico mayor. A veces, por la forma en que Matías hablaba de su familia, Pedro tenía la impresión de que su amigo estaba más enamorado de Melisa que cuando la había conocido en los pasillos de la universidad.

Matías, al igual que él, también era voluntario en el Cuerpo de bomberos de Edenton. Ante la insistencia de Pedro, los dos se habían alistado y pasado juntos por la fase de entrenamiento. Aunque para Matías era más una cuestión de deber que de vocación, era el tipo de persona que a Pedro le gustaba tener cerca cuando las cosas se ponían difíciles: allí donde él arriesgaba, Matías aportaba prudencia. Ambos se compenetraban ante el peligro.

—No sabía que fuera tan previsible —comentó Pedro.

—¡Vamos, hombre, si te conozco mejor que a mi propia esposa!

Pedro entornó los ojos mientras se apoyaba en la camioneta.

—¿Cómo está Melisa?

—Está bien. Un poco más y su hermana la vuelve loca con lo de la boda; pero, ahora que estamos de vuelta en casa, las aguas vuelven a su cauce: sólo nos tiene a mí y a los niños para que le demos la tabarra. —La voz de Matías se suavizó imperceptiblemente—. ¿Y tú, qué? ¿Cómo lo llevas?

Pedro se encogió de hombros, evitando la mirada de su amigo.

—Estoy bien.

Matías no insistió. Sabía que Pedro no añadiría nada más. La muerte de su padre era un asunto del que nunca hablaba. Abrió su cerveza, y Pedro hizo lo mismo. Luego sacó un pañuelo para el cuello del bolsillo trasero y se enjugó el sudor de la frente.

—Me han dicho que, mientras yo estaba fuera, tuviste una gran noche en las marismas — comentó.

—Sí, la tuvimos.

—Ojalá hubiera podido estar allí.

—No sabes lo bien que nos habría venido tu ayuda. Fue una tormenta de mil demonios.

—Sí. Pero, si hubieran contado conmigo, se les habría acabado la diversión en el acto porque habría ido directo, sin pérdida de tiempo, a esos malditos refugios. No me explico cómo tardasteis tanto en dar con la solución.

Pedro se rió por lo bajo antes de dar un sorbo a su bebida y mirar a Matías.

—¿Melisa insiste todavía en que lo dejes?

Matías se guardó el pañuelo y asintió.

—Ya sabes cómo es, ahora que tenemos a los chicos y todo eso. Sólo quiere que no me pase nada.

—Y tú, ¿qué opinas?

Matías lo meditó antes de contestar.

—No sé, antes estaba convencido de que lo haría siempre; pero ya no estoy tan seguro.

—¿Estás pensando en dejarlo?

Matías tomó un largo trago de cerveza.

—Sí. Supongo que sí.

—Te necesitamos —repuso Pedro muy serio. Matías soltó una carcajada.

—Pareces un oficial de reclutamiento cuando hablas en ese tono.

—Puede. Pero es la verdad.

Matías negó con la cabeza.

—No, no lo es. Ahora hay muchos voluntarios y una lista de gente dispuesta a ocupar mi lugar a la menor ocasión.

—Pero no tienen tu experiencia...

—Tampoco la tenía yo cuando me alisté.

Matías hizo una pausa mientras reflexionaba.

—Mira, no sólo es por Melisa; también es por mí. He estado metido en eso durante mucho tiempo y creo que ya no significa lo mismo que cuando empecé. Entiéndelo. No soy como tú, ya no siento la necesidad de seguir. Me apetece poder estar con los chicos sin tener que salir pitando por culpa de una llamada inesperada... Me apetece poder llegar a casa a la hora de la cena sabiendo que la jornada se ha acabado de verdad.

—Suena como si ya hubieras tomado la decisión.

Matías percibió claramente la decepción que se traslucía en la voz de su amigo y tardó unos segundos en asentir.

—Bueno, la verdad es que así es. Me refiero a que cumpliré con el año que me queda, pero eso será todo. Sólo quería que fueras el primero en saberlo,

Pedro  no contestó. Al cabo de un momento, Matías ladeó la cabeza y le dirigió una tímida mirada.

—Escucha, hoy no he venido para esto. Estoy aquí para darte un poco de apoyo, no para soltarte mi rollo.

Pedro parecía perdido en sus pensamientos.

—Como te he dicho, estoy bien.

—¿Te apetece que vayamos a alguna parte a tomarnos unas cervezas?

—No. Debo regresar al trabajo. Estamos terminando la casa de Sergio Herrero.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Vale. Entonces, ¿qué tal si quedamos para cenar la próxima semana, cuando hayamos recuperado un poco el ritmo normal?

—¿Filetes a la brasa?

—¡Naturalmente! —exclamó Matías, como si jamás hubiera pensado en otra posibilidad.

—Me parece bien —contestó Pedro lanzándole una mirada suspicaz—. Oye, Melisa no tendrá pensado invitar a ninguna amiga, ¿verdad?

Matías se echó a reír.

—No. Pero si quieres que busque a alguien para tí...

—Ni hablar. Después de lo de Clara, ya no me fío de su buen criterio.

—¡Pero qué dices! Clara no estaba tan mal...

—Eso lo dices porque no tuviste que aguantar su cháchara toda la noche. Fue como el conejito de uno de esos anuncios de pilas que duran y duuuran. Pues ella, igual: habla y haaabla.

—Eso fue porque estaba nerviosa.

—Eso fue un tormento.

—Le diré a Melisa lo que me has dicho.

—¡Ni se te ocurra!

—Es broma. Sabes que no lo haría. ¿Qué tal si quedamos el miércoles? ¿Te va bien?

—Me va de perlas.

—Entonces, hecho.

Matías  hizo un gesto de aprobación y se apartó de la camioneta mientras rebuscaba las llaves en el bolsillo. Aplastó la lata vacía y la arrojó a la parte trasera del vehículo de Pedro, donde rebotó ruidosamente.

—Gracias —dijo éste.

—De nada, hombre.

—Me refiero por haber venido hoy...

—Tranquilo. Ya sabía que te referías a eso.

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